
Último tren en Italia
En el estrecho camino paralelo a la vía férrea había carretas de bueyes cargadas de racimos verdes. Al otro lado del camino, en intempestivos espacios sin sembrar, había oficinas con ventiladores eléctricos, campamentos de ladrillos rojos y residencias con sillas y mesitas blancas en las terrazas entre palmeras y rosales polvorientos. Eran las once de la mañana y aún no había empezado el calor.»
El tren de alta velocidad se pone en movimiento. Son las 10:05 a.m. del jueves 25 de noviembre de 2021. Dejó atrás la Ciudad Eterna, la que fuera el centro del mundo, a la que llevaban todos los caminos, la ciudad de Constantino y de Julio César, de los gemelos y la loba, la misma que Bolívar entrevió en la bruma aquella remota tarde de su juramento sobre el Monte Sacro. Nunca he escrito en un tren, es cierto, seguramente se notará en la puntuación, en los cambios de ritmo, acaso en la serena respiración con que se desplazan los once vagones hasta alcanzar trescientos kilómetros por hora. Velocidad suficiente para ir de Barranquilla a Cartagena en 20 minutos.
Desperté hacia las 6:00 de la mañana, para bañarme y aprovechar el desayuno del hotel, no volveré a comer hasta la cena. Escuché un estruendo lejano, casi inaudible. Sentado en la cama, pensé que las golondrinas enjambradas que vi pernoctar en las copas de los enormes pinos del centro de Roma habían logrado quebrantar algún viejo tronco de corazón devorado por las termitas.
Abrí las ventanas y descubrí que se trataba en realidad de una tormenta. Durante algunos minutos contemplé el violento espectáculo de la borrasca, escuché el bramido del trueno y, por alguna misteriosa razón, volví a pensar en los trenes. Sí, en los trenes, que significan unión y progreso, lo saben bien en todo el ancho mundo, menos en el muy centralista país del sagrado corazón andino y sus cinco esquinas desconectadas.
Por fortuna, queda siempre la poesía para corregir los errores de nuestra realidad. En El testamento, Rafael Escalona narra su trayecto al colegio «en un diablo al que le llaman tren». En El hambre del liceo ya había relatado el camino inverso: «Salgo de Santa Marta, cojo tren en la estación, paso por la Zona, la tierra de los platanales, y al llegar a Fundación, sigo en carro para el valle». García Márquez ofrece en Cien años de soledad una frase memorable sobre «el inocente tren amarillo que tantas incertidumbres y evidencias, y tantos halagos y desventuras, y tantos cambios, calamidades y nostalgias había de llevar a Macondo». En La siesta del martes transporta a uno de sus personajes femeninos más admirables:
«El tren salió del trepidante corredor de rocas bermejas, penetró en las plantaciones de banano, simétricas e interminables, y el aire se hizo húmedo y no se volvió a sentir la brisa del mar. Una humareda sofocante entró por la ventanilla del vagón.
En el estrecho camino paralelo a la vía férrea había carretas de bueyes cargadas de racimos verdes. Al otro lado del camino, en intempestivos espacios sin sembrar, había oficinas con ventiladores eléctricos, campamentos de ladrillos rojos y residencias con sillas y mesitas blancas en las terrazas entre palmeras y rosales polvorientos. Eran las once de la mañana y aún no había empezado el calor.»
De pronto, una niebla espesa comienza a levantarse en los campos y termino de escribir esta columna, mientras pienso en los anónimos constructores del Coliseo. Viajar en tren es como viajar en el tiempo. Por eso, desde la ventana del vagón, creo entrever el avance del invencible ejército de Aníbal y me pregunto ¿a qué mente perversa se le habrá ocurrido la idea de acabar con los trenes en Colombia? ¿Acaso al mismo a quien después se le ocurrió adjudicar contratos a los amigos para construir carreteras e importar tractomulas, buses, busetas, busetones, zapaticos y motocicletas?
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