Odette y Klaus son corresponsales de guerra. Han cubierto toda clase de conflictos alrededor del mundo, desde las orillas del Tigris hasta el Cañón de las Hermosas, pero ahora desean algunos años de sosiego. Deciden radicarse en un puerto a orillas del Caribe, donde nacerá su primogénita. En los preámbulos de la cesárea, una enfermera intenta quitarle a Odette el camafeo que cuelga de su cuello. La fotógrafa se niega con vehemencia. Asegura que por ningún motivo consentirá que la despojen del talismán que, por los siglos, ha librado del peligro a las mujeres de su clan. Sorprendida en extremo por la reacción de la parturienta, la joven auxiliar desiste de su propósito.

Una semana después, la familia sale para un control médico. El cielo está oscuro y hay amenaza de lluvia. De pronto, en medio de un atasco, un hombre abandona su camioneta e ingresa en un establecimiento con premura. Luego de unos minutos, Klaus baja con la niña en los brazos en busca del conductor del vehículo que obstruye el flujo vehicular. Odette, sola en el viejo Matsuri, es entonces arrastrada por la violencia de un arroyo que desemboca súbitamente. En vano, la mano busca en su cuello la reliquia protectora mientras intenta escapar por una de las ventanas laterales. El torrente enardecido termina por devorarla. Al anochecer, su cuerpo desnudo y lacerado es hallado por pescadores de Las Flores mientras sacan su carga clandestina al mar abierto. En contra de la voluntad de sus parientes, Klaus decide sepultar a Odette en Barranquilla. Después de las exequias, el corresponsal vuelve a casa. En la cuna de su hija descubre, con algo de sorpresa y alivio, el camafeo que a partir de ese momento su pequeña hija deberá lucir hasta la muerte.

Divina providencia 

Clara salió de su apartamento a toda prisa. Bajó corriendo las escaleras. La aguardaba una urna definitiva, crucial para hacer realidad el sueño esquivo de un nuevo país. Subió a su coche solo para constatar que la batería estaba por completo descargada.

No logró que ninguno de los vecinos condescendiera a desvararla. Al borde de la histeria, se acordó del hombrecillo que habitaba el penthouse del edificio. No tuvo paciencia para esperar el ascensor, de modo que subió corriendo los doce pisos. Jadeante, tocó a la puerta de quien, a no dudarlo, sería su salvador y le explicó la situación. Luego de escucharla con toda la atención y una gran cortesía, el hombrecillo le susurró algo al oído. Clara vaciló en la puerta, miró el reloj y terminó por aceptar. El individuo dejó escapar una sonrisa. Cinco minutos después, descendieron en el ascensor y, en cosa de nada, el coche pendenciero rugía con toda su potencia japonesa. Clara subió al vehículo sin mirar al hombrecillo, que recogió sus cables y se marchó. Ahora solo era cuestión de no dejar que se apagara.  Antes de arrancar, la joven desesperada recordó que había dejado olvidada la cédula sobre la mesita de noche de su alcoba. Corrió a su apartamento, recuperó el documento y bajó al parqueadero ya sobre el tiempo. Frente a su coche la aguardaba ahora sí un buen samaritano, enviado por la divina providencia, uno de aquellos especímenes genuinamente solidarios que no pueden faltar en ningún conjunto residencial que se respete. 

—«Olvidó apagar el carro, vecina» —dijo el hombre con una sonrisa de redentor— y le entregó con fina coquetería las llaves del vehículo.