De nuevo en el Caribe, luego de ver el mar de Cádiz, que es como ver el de Cartagena al otro lado del espejo, luego de contemplar en Segovia el inacabable esplendor del acueducto romano y la austeridad de la pensión donde vivió Antonio Machado, ese que escribió «y cuando llegue el día del último viaje y esté a partir la nave que nunca ha de tornar, me encontraréis a bordo ligero de equipaje, casi desnudo, como los hijos de la mar.»  

Quisiera por ello hablar del influjo del Caribe en García Márquez. En el Caribe no hace falta proclamarse negro, porque no hay quien no lo sea. Sin embargo, algunas voces han acusado a Gabo de haberse olvidado de los afrodescendientes en su obra. Nos parece injusta esta afirmación, e imprecisa. Se olvidan de “Nabo, el negro que hizo esperar a los ángeles”, se olvidan del carpintero de piel oscura y ojos verdes que decía llamarse Aureliano Amador, el mismo que escapó por los laberintos de la sierra la noche del exterminio de los hijos del coronel, se olvidan del pequeño, pero significativo barrio de negros de Macondo, «el único rincón de serenidad fue establecido por los pacíficos negros antillanos que construyeron una calle marginal, con casas de madera sobre pilotes, en cuyos pórticos se sentaban al atardecer cantando himnos melancólicos en su farragoso papiamento». Pasan por alto este bello párrafo de Cien años de soledad:

Aureliano no encontró quien recordara a su familia, ni siquiera al coronel Aureliano Buendía, salvo el más antiguo de los negros antillanos, un anciano cuya cabeza algodonada le daba el aspecto de un negativo de fotografía, que seguía cantando en el pórtico de la casa los salmos lúgubres del atardecer. Aureliano conversaba con él en el enrevesado papiamento que aprendió en pocas semanas, y a veces compartía el caldo de cabezas de gallo que preparaba la bisnieta, una negra grande, de huesos sólidos, caderas de yegua y tetas de melones vivos, y una cabeza redonda, perfecta, acorazada por un duro capacete de pelos de alambre, que parecía el almófar de un guerrero medieval. Se llamaba Nigromanta. 

Sí, se olvidan de Nigromanta, la joven afrodescendiente que le acreditaba el amor a Aureliano Babilonia. También olvidan a su bisabuelo, que, como se ve, es la memoria viva de Macondo, el único que recuerda a los Buendía, lo cual no es poco. En realidad, hay muchos personajes negros en la obra de García Márquez, bastará recordar a Dominga de Adviento, de la novela Del amor y otros demonios: Una negra de ley que gobernó la casa con puño de fierro hasta la víspera de su muerte, era el enlace entre aquellos dos mundos. Alta y ósea, de una inteligencia casi clarividente, era ella quien había criado a Sierva María. Se había hecho católica sin renunciar a su fe yoruba, y practicaba ambas a la vez, sin orden ni concierto. Su alma estaba en sana paz, decía, porque lo que le faltaba en una lo encontraba en la otra. Era también el único ser humano que tenía autoridad para mediar entre el marqués y su esposa, y ambos la complacían.