Se cumplen 90 años de una novela que —junto con La vorágine— comenzó a poner los cimientos de la modernidad literaria en Colombia, Cuatro años a bordo de mí mismo, del periodista y escritor Eduardo Zalamea Borda. No olvidar, por otra parte, que Zalamea Borda, Ulises, como era conocido en el ámbito periodístico, fue quien primero escribió sobre Gabito en 1947 con motivo de la aparición de «La tercera resignación», su primer cuento, publicado en El Espectador: «Con Gabriel García Márquez nace un nuevo y notable escritor. No dudo de su talento, de su originalidad, de su deseo de trabajar».
No obstante, no es de esta magnífica obra de la que quiero hablar, sino de los cuatro años que se cumplen de estar escribiendo esta columna. Desde las primeras líneas, escribí sobre las cosas más variadas.
Escribí, por ejemplo, que cuando la prensa internacional comenzó a registrar en China los primeros casos de infectados, nadie pareció tomar en serio la noticia. En la víspera del Año de la Rata no hubo petardos ni fuegos artificiales para ahuyentar al terrible «Nian». Aun así, nadie pudo vislumbrar que pronto los cadáveres comenzarían a apilarse en fosas comunes, pistas de hielo y morgues improvisadas.
Escribí que Manuel Zapata Olivella vino al mundo en «la madre de las pandemias». Hoy, una pariente de la dama española se empeña en aguar la fiesta de su centenario. Desde muy joven se abrió paso en un medio hostil y «afrofóbico». Con insaciable curiosidad, quiso comprender el alma del animal más desalmado de la historia. Fue médico, antropólogo, investigador, escritor, editor, dramaturgo, folclorista, promotor de música y activista político. Practicó los estudios culturales mucho antes de que los inventaran. Sin embargo, según García Márquez, «su vocación más dominante era tratar de resolverle los problemas a todo el mundo».
Escribí que eran bienaventurados los lectores, porque sin saberlo se han preparado desde siempre para la cuarentena, han acumulado libros en sus casas, donde otros acumulan odio y desesperanza, han acopiado historias, cuentos, sueños, viajes, poemas, que de pronto son más necesarios que nunca, los que se acostumbraron al olor de los libros al amanecer, entreverados de sueños y de pesadillas, los que pueden disfrutar de una copa en soledad y un buen cuento de Onetti, acaso «El infierno tan temido», los que no necesitan salir porque son argonautas consumados, que persiguen a diario vellocinos en las páginas menos pensadas, al doblar una esquina cualquiera de Comala o de Macondo, bienaventurados los lectores, cuya nostalgia es ilimitada, como un río sin orillas, como «La lotería en Babilonia», los que interrogan El libro de los ejemplos, tratando de hallar en sus cuentos medievales un instrumento para interpretar el presente.
Dije que escribir es un “raspao” de cola con leche, que todo el Caribe cabe en una butifarra soledeña, que la muerte de Gabo merecía una crónica que fuese una honda meditación sobre la vida, como las Coplas de Jorge Manrique a la muerte de su padre, no una torpe y desafortunada relación para contar que hubo que amarrarle una toalla para cerrarle la boca o que a los nietos les pareció chistosísimo ver al abuelo convertido en kilo y medio de ceniza.
Escribí que Marvel Moreno es la mejor cuentista del Caribe colombiano, que La obra de Rubem Fonseca es perturbadora, incómoda, plagada de criaturas marginales de todos los pelambres. «Sus delincuentes son amorales, reacios a cualquier sentimiento de culpa, sean ricos o pobres», como señala Joana Oliveira.
Si en plena era de la «cultura de la cancelación», a uno de los nuevos custodios de la moral pública le diera la ventolera de abandonar por un instante las redes sociales y poner en remojo su ideología de rebaño para adentrarse en un libro de Fonseca, de seguro pondría el grito en el cielo, se rasgaría las vestiduras, organizaría una marcha de antorchas virtuales y exigiría la cabeza de Fonseca por la insolencia de su incorrección. Por atreverse a narrar de una manera descarnada, visceral, lo que otros prefieren callar: los inefables dramas humanos y la violenta vida cotidiana de las grandes urbes latinoamericanas.
Porque solo hay una cosa mejor que la literatura: hablar de literatura…