El viejo Hemingway nació y murió en julio, el mes que acaba de concluir. Se involucró activamente en las dos grandes guerras del siglo XX, su insaciable gusto por la aventura, el peligro, las situaciones extremas están más allá de toda sospecha. De hecho, su suicidio parece actualizar la vieja sentencia según la cual «se necesita mucho valor para ser viejo». Los recuerdos del senil escritor, antítesis perfecta de Borges, quien leyó mucho y vivió poco, debieron ser insoportablemente intensos, plenos de hazañas memorables, gestas que rayaron en la demencia y que, con los años, inflaron su ego desmedido.

En la Primera Guerra Mundial, por ejemplo, Hemingway se enrola como conductor de ambulancias en el ejército italiano. Al ser herido, conoce a una enfermera con la que vive un idilio en medio de la refriega. Años después, estos recuerdos le permitirán escribir la novela Adiós a las armas. Pero el asunto estaba lejos de terminar allí…

El 6 de junio de 1944, al rayar el alba, el comando supremo del ejército aliado lanzó el mayor desembarco anfibio de la historia sobre las playas de arena blanca de Normandía. En una de las más de seis mil naves de asalto que participaron de la operación, bautizada con el nombre en clave de Neptuno, Hemingway cargó de nuevo en condición de corresponsal de guerra. Desde su barcaza, fue testigo de los rituales previos al combate. En la grisácea luz de la mañana, hace de eso setenta y nueve años, creyó entrever la inmensa flota como una escuadra de ataúdes surcando el oleaje; percibió la ansiedad de los soldados evacuando el agua del mar con sus propios cascos; atisbó la proximidad mortal de la playa de Omaha; y escuchó, sobrecogido, el rumor de las plegarias quebrando el silencio en distintos idiomas.

En las páginas de su cuaderno, húmedas y humeantes, Hemingway garabateó con diligencia los pormenores del desembarco. Mientras lo hacía, tuvo el estremecimiento inequívoco de haber sido ya un cronista de Aníbal, solo que ahora sus notas no registraban el silbido de las saetas de Escipión el Africano, sino el traqueteo diabólico de las ametralladoras de Rommel, apostadas en la cima de un acantilado infranqueable. De un momento a otro, el novelista vislumbró la marejada apilando cadáveres en la cabeza de la playa. Escuchó el lamento de los soldados en los estertores de la agonía. Avistó incontables cuerpos desmembrados volando entre nubes de pólvora. Por el vocerío de un oficial, supo que ninguno de los bombarderos infalibles había dado en el blanco; que la flotilla de tanques se había hundido completa antes de llegar a la costa; que la tropa se batía con desventaja entre el agua y el fuego. En medio del fragor del combate, cuando todo parecía naufragar, Hemingway comprendió que despuntaba el día más largo de su vida. Una jornada épica, en verdad, con más lugar para la antigua bravura que para la estrategia.