Nunca he podido entender cómo funciona el tiempo, adónde se fueron tantas horas. Así pues, no bien me sobrepuse, reparé por primera vez, ahora lo sé, en los misterios órficos del tiempo y del café, la oscura bebida que aún no descifraba, al vuelo, como un ventarrón, Heródoto recordó que Epicarmo acostumbraba decir a sus discípulos, a la luz de la luna de Megara, que el tiempo era capaz de discernir una multiplicidad de colores en la oscuridad y de escuchar mejor que una polilla de la cera.

En tanto los oídos del hombre estaban, por lo general, taponados con su propia cera y éramos más ciegos que un topo encandilado.

Acto seguido, tal vez para tranquilizarme, me contó la historia del mancebo persa que salió una mañana a recoger frutas a la orilla de un riachuelo cercano, y cuando regresó con la cesta llena de algarrobas descubrió con horror que habían pasado setenta años, que sus padres hacía mucho que habían muerto, de modo que no había motivo alguno para tanto escándalo, para tanto aspaviento, porque en mi caso, solo tenía perdidas unas cuantas horas, que le echara tierra al asunto, que eso era una bicoca, que era de necios pretender conciliar los tiempos del mundo y del alma, que me olvidara del tango, porque él y María Aurora estaban más vivos que candela de higuerón.

No obstante, contrario al efecto esperado, su historia espoleó aún más mi curiosidad, en vista de lo cual, y por recomendación expresa de mi maestra, para quien mi calenturienta imaginación no podía estar exenta de demencia, María Aurora juzgó conveniente que pasara una corta temporada en El Altozano, la hacienda de mi abuelo, donde ella había nacido, donde yo estaría a salvo, al menos por un tiempo, de la influencia perniciosa de tanto palabrero descarriado.

Al decir esto siempre miraba a Heródoto con el rabillo del ojo, sin embargo, nunca llegué a estrechar la mano de Apolonio, en la víspera del viaje, luego de perder las esperanzas de que algún indeterminado Oricha evitara mi partida, un desconocido golpeó nuestra puerta y, sin ningún tipo de ambages, como quien entrega un recado cualquiera, le hizo saber a María Aurora que su padre se había desnucado al caer de un alazán.

No fueron aquellos los mejores días, ciertamente, Heródoto y María Aurora, apesadumbrados, debieron coger el camino de El Altozano, yo, por ser el primogénito, quedé al frente de la casa, pero como era genéticamente incompetente para ostentar semejante dignidad, la cedí gustoso a mi hermana Raquel y me exilié en la biblioteca, debo confesar, aquí, ahora, con el mismo brebaje etíope entre las manos, con casi cincuenta años a cuestas, que ingresar en aquel recinto supuso en aquellos días un franco descenso a la necrópolis, lo cual me agradó sobremanera, dicho sea con toda honestidad, me fui derecho al desvencijado armario del horror, al círculo de las bestias infames, al decir del bardo florentino, una suerte de anaquel de arena, del cual veía brotar ilimitadas páginas de pesadilla, fue allí, arrellanado en una estera de palma, libando café como un derviche, donde saqué en claro que los monstruos literarios eran un fraude, un auténtico fiasco, palomitas volantonas frente a los esperpénticos buitres orejudos de la realidad…

orlandoaraujof@hotmail.com