El 22 de enero de 1510, luego de un tibio vino de Aragón y algunas aceitunas, el rey Fernando de España autorizó sin ruborizarse el traslado de los primeros 50 esclavos a Santo Domingo. Ocho años después, el emperador Carlos Quinto puso en marcha el «asiento de negros», sistema que sirvió para legalizar el oprobioso tráfico trasatlántico de más de doce millones de esclavos africanos en América.
Infinitos hechos se derivan de esa infamia: los pechos de Hipólita que amamantaron a Bolívar, la incumplida promesa al gran Pétion, el pedacito de la historia negra que compuso Joe Arroyo, la pasión vagabunda del ekobio Manuel, el Africano de Calixto Ochoa, los sones cadenciosos de Alejo Durán, la poesía de Nicolás Guillén, el boga lastimero de Candelario, la atarraya del pescador que habla con la luna, los doce bogas con la piel color majagua, el tambor alegre de Paulino Salgado, el jazz sabanero de Justo Almario, el cucayo de arroz de tortuga de Bazurto, los bullerengues de Petrona Martínez y el vozarrón de Sixta Márquez, el dulce Palenque de mi infancia.
Podría agregar aún, el azúcar imprescindible de Celia Cruz, la sonrisa de una mulata, los caimitos de Derek Walcott, la tierra morena donde canta el chavarrí y le responde la sirena, el son palenquero de Tabalá, las crónicas de Tite Curet, el gancho incomparable de Pambelé, la voz de Totó, sí, la Momposina, el piano de Rubén González, la negrita que prende la vela cuando la cumbiamba pide candela, los rizomas de Glissant, el anticolonialismo precursor de Aimé Césaire y Frantz Fanon, los porros memorables de Pedro Laza, las caras lindas de mi gente negra, el carpintero de piel oscura y ojos verdes que decía llamarse Aureliano Amador, el mismo que escapó como un conejo por los laberintos de la sierra la noche del exterminio de los hijos del coronel Aureliano Buendía.
Toda lista que intente será incompleta, lo sé. Pronto saltarán los memoriosos y harán fiesta: ¿cómo se le ocurre decir negro y no afrodescendiente? ¿Acaso no fue suficiente la infamia contra José Prudencio Padilla? ¿Cómo olvidó los Tambores en la noche de Jorge Artel? ¿Ni una palabra para Juan José Nieto? De seguro no ha leído Ingermina o la hija de Calamar, ¿no sabe que Aquiles Escalante fue pionero de los estudios sobre el negro en Colombia? ¿A quién se le ocurre no mencionar a Benkos Biohó, o a Nabo, el único negro que ha hecho esperar a los ángeles?
Una cosa es segura, si tratáramos de cartografiar el influjo del negro en el Caribe, el dilatado mapa tendría el tamaño del Caribe y coincidiría puntualmente con él. De cualquier forma, el mapa sería inútil, pues en el Caribe no hace falta proclamarse negro, porque no hay quien no lo sea. Escribo estas líneas en el marco de «Connected Worlds: el Caribe, origen del mundo moderno», proyecto de investigación en el que participo actualmente junto con más de cien investigadores de 15 instituciones de Europa, el Caribe y América Latina.
Inmejorable oportunidad para estrechar vínculos a ambos lados del Atlántico, alcanzar resultados comparativos en cuestiones vinculadas con la historia, la literatura, la multiculturalidad, el comercio, la esclavitud, la construcción de las identidades, el racismo, los modelos de desarrollo, la circulación de las ideas, las imágenes, para dejar atrás la isla que se repite y pensar el Caribe como un esférico crisol, «cuyo centro está en todas partes y su circunferencia en ninguna»…