Mucho antes de que la peste se propagara por el mundo, en un recodo del camino de mulas que lleva a las sagradas ruinas de Coronapagua, un campesino saltó de su montura para perseguir un armadillo, y terminó desenterrando lo que parecía ser una antigua tinaja mokaná con siete rollos de papel amate en su interior. Con un trapo percudido que debió haber sido rojo, el repentino guaquero limpió con esmero el barro de la tinaja hasta ver surgir, en el altorrelieve de la cerámica, la silueta perdurable de un caballo alado de ocho patas.
Al día siguiente el campesino bajó de la montaña y puso en venta la tinaja en el atracadero de Puerto Caimán. En un principio la ofreció a un contrabandista de Puerto López, pero el guajiro mostró escaso interés. «Siempre a la orden, patrón», dijo el campesino. Había sol de sobra para alimentar el hábito malsano del optimismo. Después del mediodía las cosas comenzaron a cambiar. El cielo se entenebreció con el tartamudeo de los relámpagos. El amago de la tormenta fue suficiente para esparcir el pánico y desocupar los ventorrillos del puerto, incluso antes de que los primeros goterones pudieran aplacar el fogaje de la madera.
Ágil para su edad, el campesino amarró su bestia a la intemperie y corrió a resguardarse con la tinaja en una amplia fonda de tablones bastos y cubierta de palma a dos aguas, en cuyo sofocante interior se confundían, sin que nadie lo notara, el vaho repugnante de la turba remojada y el aroma deleitable de los chicharrones de caimán.
Cuando el temporal se disipó, el gentío empezó a desocupar la fonda. Como una colonia de hormigas el mundo volvió a girar en torno al puerto, esa voluntariosa estructura de troncos de guayacán morado que, contra todo pronóstico, había resistido por años las feroces embestidas del olvido. El sol comenzó entonces a teñirse de rojo, a hundirse sin prisa en el horizonte, y la mar se hizo tranquila, ilimitada, silenciosa.
De pronto, una fragata ligera que transportaba al obispo de Cartagena a la inauguración del muelle de Bahía Cupino atracó providencialmente en el fondeadero.
—¿Cómo te llamas?
—Wenceslao Cipacua.
—¿Cuánto pides por la vasija?
—Es una tinaja.
—¿Una tinaja?
__Sí, de cerámica.
—¿Es una pieza arqueológica?
—Yo digo que sí, aunque nadie entiende lo que dicen los rollos.
—¿Cuánto pides por todo?
—Tres pesos.
—Te doy dos.
—Bueno.
Wenceslao Cipacua tomó el dinero, se persignó con los ojos apretados y se fue directo al improvisado almacén. «Hildebranda tomará café con panela esta noche», se dijo, al cruzar el umbral. Pidió dos libras de café de la Sierra, una botella de ron, tres panelas y un atado de habanos.
Afuera, con un pie en el estribo, vio la silueta de la fragata en el ocaso. Tuvo la impresión inequívoca de que la nave, perseguida por un enjambre de cuervos, llegaba en ese preciso instante al borde del mundo, a la cornisa desde la cual los barcos se precipitan a la nada. Entonces puso en marcha al animal y comenzó a internarse en la montaña. Murió a la mañana siguiente por la mordedura de una serpiente de cascabel, sin saber lo que había encontrado ni la inusitada antigüedad de su hallazgo. No sospechaba que la tinaja que había desenterrado saltaría a la pata coja entre traficantes de antigüedades, hasta ser enterrada de nuevo en una bóveda del Vaticano, pues las runas de su inconcebible códice, tan intolerables como verídicas, contaban una historia que no debemos escuchar…