Mi amigo solía ser un escritor mediocre, alegremente mediocre, con la altanería propia de las almas pequeñas. Mediocre y altanero, como debe ser, como corresponde a un auténtico hombre de letras, según sus propias palabras. Cada viernes, pese al calor, se enfundaba en un gabán verde, y apoyado en un bastón de sauce tallado, irrumpía en nuestra tertulia fumando tabaco mentolado en la antigua pipa de su bisabuelo. Usaba boina francesa y se las daba de haber leído todos los libros. A diario hacía vida de escritor, consumía comida de escritor, escuchaba música de escritor, vestía ropas de escritor y creo que hasta defecaba heces de escritor. Lo único que no conseguía era escribir bien.

En cambio, era el primero en llegar a los recitales poéticos, a los conciertos filarmónicos, a las exposiciones de arte, a las ferias del libro. A estas últimas no solían invitarlo, pero bien que se las arreglaba para asistir. Al final de esa cosa morbosa y fútil que llaman conversatorios, levantaba siempre la mano y aprovechaba para ponerse de pie y despacharse una perorata que ni él mismo comprendía, pero que invariablemente le llenaba de satisfacción.

Comenzó a firmar sus obras con seudónimo, pues no le agradaba su nombre. Los padres de los escritores —decía— tienen mucho que aprender de los padres de los futbolistas, no cabe duda. Mientras estos visionarios dejaban crecer el pelo a sus retoños y los bautizaban con nombres adecuados como Kylian Neymar, a sus progenitores no les había alcanzado el cacumen más que para un insípido e indigno «José Corro». ¡Qué escritor puede consagrarse con semejante nombre!, refunfuñaba. Por eso, en cuanto compuso su primer soneto, corrió a firmarlo con un nombre más decoroso: «Joshua Valencia». Debo decir, sin embargo, que al poco tiempo se vio obligado a cambiarlo, pues nadie asociaba su apellido con el “inconmensurable” Goethe de la Ciudad Blanca, sino con un acordeonero campesino que componía a lomo de burro, y cuyo “paseaito” El duende sonaba en todas las emisoras de la provincia.

Así, su nombre experimentó incontables y curiosas variaciones. Había escogido inicialmente un seudónimo hebreo porque su abuelo le había contado, mientras machacaba hojas de coca en su mortero, la historia del destierro de sus antepasados sefardíes de Andalucía. De niño le había hablado, incluso, del heroico ancestro Alonso Sánchez de Huelva, el piloto que bajo tortura le habría revelado al Almirante la ruta secreta para ir y volver del Nuevo Mundo. Cuando le contó a su abuela la historia, la buena mujer dejó escapar una risotada de estruendo.

—Harías bien en no hacerle caso a ese viejo cacreco —le dijo—. Hace rato se le corrió la teja.

A mi amigo, sin embargo, no le desagradaba la idea de ser descendiente del «piloto desconocido», como era llamado por algunos historiadores. Otros más arriesgados, lo apodaban «el Prenauta», lo cual le complacía sobremanera, porque sentía que aquella similitud fonética lo emparentaba, de un modo significativo y eterno, con los épicos Argonautas del vellocino. Fue así, según creo, que el malhadado «Joshua Valencia» se transformó por fin en «Joseph Corro», cuya similitud fonética con Joseph Conrad bien podía considerarse una feliz coincidencia por parte de la crítica “especializada” del país, heredera legítima, si bien no de don Pedro Henríquez Ureña, sí por lo menos, de don Pedro Ladrón de Guevara…