Cuando esta noche, un borrachito de la vieja guardia exclame a todo pulmón «¡se acabó Pindanga!», y agregue quizá algún venerable «¡nojoda!», de un modo poco convencional estará afirmando también que terminó el conteo, que se acabó el tiempo. Un agente antiexplosivos podría no estar de acuerdo, claro, pero se trata sin duda del mismo enigma que, por siglos, enfrentó a Aristóteles y a Newton, hasta que un buen día un genio alemán, salido de una oficina de patentes, no de una lámpara, vino a poner las cosas en su sitio. Einstein demostró que, por una parte, tanto el griego como el británico tenían la razón, y que, por otra, ninguno la tenía. Al año siguiente, el alemán descubrió con amargura que él tampoco la tenía.
Ahora bien, si el físico teórico Carlo Rovelli, uno de los fundadores de la llamada «gravedad cuántica de bucles», está en lo cierto y no hay diferencia intrínseca entre pasado y futuro, quizá el borrachito del primer párrafo estaría en su derecho de preguntar ¿por qué entonces Adolfo Echeverría empieza «Las cuatro fiestas» el 8 de diciembre y no se va directamente al 31 o a los carnavales? Si el «presente del universo» no significa nada, ¿por qué Aníbal Velásquez lleva más de cincuenta años con el embeleco de que «Faltan cinco pa’ las doce y por eso se va corriendo a su casa a abrazar a su mamá»? Si no hay un único tiempo, sino innumerables tiempos, y ninguno es más real que otro, ¿cómo puede Tobías Enrique Pumarejo asegurar que se gozó a su morena la víspera de Año Nuevo estando la noche serena?
La física moderna dice que quizá la flecha del tiempo —y la conciencia de su fluir— se deba más a nuestra miope perspectiva que al universo en sí mismo. Dice que el tiempo no es único ni se orienta de pasado a futuro ni la noción de presente tiene sentido, pero entonces ¿por qué nadie nos saca de la cabeza que hoy es jueves 31 de diciembre de 2020 en todo el vasto universo? Acaso porque, aunque no sepamos nada de entropía ni de termodinámica ni sospechemos que esa cosa rara e inasible que en vano intenta medir el reloj en nuestra mesita de noche se parece más a una inmensa y desordenada red de eventos cuánticos que a una línea temporal, en el fondo de nuestro ser, no estamos hechos de otra cosa que de las cicatrices que el oleaje del pasado va dejando en la memoria. Tal es el tiempo para nosotros: recuerdos, nostalgia, dolor de ausencia.
Enigma insoluble que ha fascinado por igual a científicos, teólogos, filósofos y poetas. «El tiempo es, pues, la forma en que nosotros, seres cuyo cerebro está hecho de memoria y previsión, interactuamos con el mundo: es la fuente de nuestra identidad…y de nuestro dolor». Acaso por ello, mientras dure esta última noche de diciembre, Crescencio Salcedo no olvidará el Año Viejo, Pastor López renacerá para brindar por el ausente y Celio González cantará con el alma llena de recuerdos y de sufrimiento.
La gente confinada en sus casas no percibirá la candidez del estribillo: «Más alegres los días serán». Las cosas están tan mal en este peculiar rincón de la galaxia, que una vez se creyó el centro del universo, que la felicidad es ya de uso privativo de ignorantes y el optimismo casi una inocentada. Hasta que se demuestre lo contrario, a lo máximo que se puede aspirar con algo de decoro es al «pesimismo moderado». No importa lo que digan Billo Frómeta y otros traficantes de autoayuda…
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