
La Ceiba y su “Place Pigalle”
Regularmente arrancábamos para La Ceiba con la plata justa para los tragos, no con reservas para pagarles a “nuestras amigas”, y ellas nos paraban bolas, aun conociendo esa realidad. Caballeros mayores con ingresos suficientes eran sus clientes y de quienes devengaban su sustento. Así que la mayoría de las relaciones íntimas entre adolescentes y damiselas de La Ceiba, lo fueron por física pasión, y no pocas, por amor.
Hoy quiero recordar una columna mía con este mismo título, de octubre del 2005. Y aquí les va: Los barranquilleros de mi generación tuvimos la oportunidad de vivir una experiencia mundana como jamás se la podrán imaginar nuestros hijos y nietos. Han sido dos épocas tan diferentes, que tanto a nosotros como padres o abuelos, como a ellos, nos cuesta trabajo entender tales diferencias. Los amores entre los adolescentes de nuestra época eran “zanahorios” si los comparamos con los de hoy. En las décadas del 60 y 70 del siglo pasado, las relaciones sexuales eran casi imposibles con las llamadas “niñas de bien”, aunque el noviazgo pintara para matrimonio, pero se contaba con algunas opciones bien definidas, entre estas, las muy recordadas “numeritos” y algunas damiselas de la noche. (Había otra opción que mencioné en esa columna de antaño y que ya hoy no me atrevo porque me acusarían de discriminación, además, en esta he cambiado términos, analizando, que antes era mucho más lanzado que hoy en mis columnas). Así que arrancar para La Ceiba, como se reconocía al sector de la noche brava, con un grupo de amigos, se convirtió casi que en un ritual sabatino, y siempre fue una aventura que generaba expectativas porque ninguna noche era igual a otra.
No hay duda que la Gardenia Azul y el Place Pigalle fueron los sitios más representativos de ese sector, por sus instalaciones tipo cabaret de La Habana, por sus presentaciones musicales en vivo y por su staff de damiselas, algunas internacionales, como también por sus ubicaciones sobre la calle 47, “Cordialidad”, única pavimentada, las demás eran de arena. En los alrededores del Place Pigalle funcionaban otros establecimientos no menos alegres y sabrosos, y cada grupo de amigos tenía su preferencia regularmente por “las amigas” que trabajaban en estos, aunque era muy normal hacer un pernicioso tour nocturno, dejando el carro estacionado en el Place Pigalle, y después de unos “cuba libres” allí, salir caminando con toda tranquilidad por esas calles destapadas, hacia el Black Cat, entrar allí, charlar con amigos del colegio, del Country o del Alemán, tomarse unos tragos, y seguir hacia La Orquídea, tirar allí pasos con alguna damisela “conocida”, y continuar para el Stop Bar, tomadero y rumbeadero en el que era frecuente que algún amigo “limpio” nos pusiera “la canal” y bebiera a costa de uno. Y al lado, para terminar la noche, hacer entrada triunfal a El Palo de Oro, para amanecer, viendo aclarar la mañana debajo de su gran ceiba central, bailando boogaloo, guaguancó, charanga, mambo, merecumbé, y todos esos ritmos que terminaron fusionados y bautizados como “Salsa”. Regularmente arrancábamos para La Ceiba con la plata justa para los tragos, no con reservas para pagarles a “nuestras amigas”, y ellas nos paraban bolas, aun conociendo esa realidad. Caballeros mayores con ingresos suficientes eran sus clientes y de quienes devengaban su sustento. Así que la mayoría de las relaciones íntimas entre adolescentes y damiselas de La Ceiba, lo fueron por física pasión, y no pocas, por amor. Claro que además de los establecimientos de La Ceiba, funcionaban otros no menos tradicionales como La casa Verde, algunos por el centro de la ciudad, como La Caleña; o en Las Delicias, René y Ada, también en Boston, Estela Reyes, y otras más. Razón para repetir esa columna de hace 23 años es porque muchos de esa generación de La Ceiba se están adelantando en el viaje eterno, y quise recordarles esta etapa a muchos que la vivieron y gozaron.
nicoreno@ambbio.com.co
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