Desde que tengo seis años voy a terapia. Mi vida ha girado en torno a psicólogos, psicoanalistas y psiquiatras, pero, a diferencia de lo que algunos erróneamente creen, no estoy loca. De hecho, me gusta hablar, analizar, entender y comprender el por qué de cada cosa que hacemos y pensamos, y el por qué de cada cosa que piensa y hace la sociedad en la que vivimos.

En estos días estuve hablando con mi terapeuta sobre un tema que muchas veces me quita tiempo de mis días, uno que tiene que ver con la forma en la que fui criada y con el entorno en el que crecí. Le hablé sobre lo que pensaba de la figura de la mujer en el mundo, sobre lo inmensamente difícil que sigue siendo ser mujer, y sobre lo que creía de nuestras luchas por ser iguales. Y aquí va: en papel lo somos, en la práctica en lo absoluto.

Claro que ‘nos dejan’ estudiar y trabajar, claro que ‘nos permiten’ producir (de hecho, en la gran mayoría de los hogares se le exige a cada uno que debe aportar para sostener la casa), claro que podemos soñar con ocupar altos cargos en empresas, pero siempre con condiciones.

Sin embargo, el propósito de esta columna no está en hablar de lo que ya sabemos: no nos pagan lo mismo, la lista de presidentes de multinacionales mujeres es mucho más corta de la de los hombres y romper la barrera machista que ha impedido que una mujer dirija este país – aún es difícil–, sino en la de tocar un tema que para mí personalmente (y me atrevo a decir que no soy la única) me agobia. Podemos ser exitosas laboralmente, pero jamás podemos dejar a un lado nuestra principal función.

A mi terapeuta le dije de un totazo: “En el camino hacia la lucha por la igualdad hemos terminado enterrándonos nosotras mismas un cuchillo”, pues pase lo que pase tenemos que lograr ambos ‘trabajos’ a la perfección. Tenemos que producir, al tiempo que tenemos que casarnos y ser mamás perfectas.

Si la casa está desordenada, es culpa de la esposa. Si no hay una mala atención hacia los invitados, es culpa de la esposa. Si los hijos están ‘mal educados’, es culpa de la mamá. Si los hijos están ‘mal vestidos’, es culpa de la mamá. No nos engañemos, vivimos una sociedad en la que en el 90% de las veces la culpa la tenemos nosotras. Y no me vengan con el cuento de que a los hombres también se les exige que se casen y que se reproduzcan, porque no solo no es cierto, o por lo menos no con el afán que nos toca a nosotras, sino que en caso de llegar a ser presionados no se espera de estos algo distinto al de generar ingresos.

Tal vez es por esto que cada vez más son las mujeres que deciden no hacer nada de lo que ‘les toca’, pues temen perder lo que con tanto esfuerzo han construido para tener. El hombre puede trabajar y ser papá. Nadie lo va a juzgar porque no pueda llegar a un recital de baile, nadie lo va a juzgar porque tenga que estar largas jornadas en el trabajo, nadie lo va a juzgar porque constantemente le toque estar viajando, pero a nosotras sí. A la esposa sí. A la mamá sí.

Y como creo que todavía estamos lejos de llegar a comprender que a ambos les debe tocar hacer ambas cosas, y que el resultado de la crianza depende del trabajo en equipo, espero que cuando sea mi momento de tomar la decisión de querer ser mamá (y logre serlo) no me importen los señalamientos en lo absoluto.