Mi columna de hoy es un llamado a los médicos, a los científicos y a cualquiera que pueda sentirse aludido, pues en el mundo hay una nueva enfermedad que está consumiendo a la sociedad y que necesita ser curada urgentemente. Hoy en día, los seres humanos estamos padeciendo de hipersensibilidad crónica, una dolencia que se incrementa con los años y que va muy de la mano con la adicción a las redes sociales, otra que es ya de común conocimiento y que está acabando con la capacidad que tenemos las personas de vivir en el tiempo real.
Sí, somos más hipersensibles que una mujer en sus días (y aunque en teoría yo debería poder decir esto porque soy mujer y, por ende, cada mes estoy en “mis días”, no falta el o la hipersensible que considere que el comentario es machista) y nos hemos convertido en moralistas al hablar, escribir o protestar, pero no necesariamente al momento de actuar.
Por supuesto que hay cosas por las que tenemos que indignarnos, que hay que luchar constantemente para que el racismo se acabe, que hay que unirnos para que la figura de la mujer tenga el valor que merece y que hay que tener empatía cuando se están violando los derechos de otros, pero sencillamente hay cosas que no merecen tanto alboroto.
La verdad es la siguiente: nos indignamos por tan poquito que desgastamos la energía para lo que verdaderamente importa. ¿Realmente vamos a cambiar el mundo si la cogemos contra una mujer que dice que a ella le gusta que el hombre pague la cuenta? ¿Realmente vamos a marcar nuestra huella porque nos dé rabia que alguien diga que una mujer linda es aquella que siempre tiene las uñas bien hechas? ¿Realmente nos debería importar que haya hombres que consideren que les gustaría que sus esposas fuesen ‘hacendosas’?
Cito estos ejemplos porque fueron algunas de las ‘indignaciones’ de esta semana (no fueron escritas por mí, pero las leí por ahí), unas que, como tantas otras de las que me encuentro, aún no puedo creer que sean capaces de despertar tanta relevancia. Los derechos de uno llegan hasta que se cruzan con los derechos de los demás, así que pregunto, con toda sinceridad, ¿a quién le afecta que una persona diga que considera caballeroso que el tipo pague la cuenta o que piensa que las uñas bien hechas deberían hacer parte de las ‘tareas semanales’ de cada mujer?, ¿a quién le importa si un tipo dice que quiere que su mujer lo atienda? Honestamente, a nadie, pues “entre gustos y colores no discuten los doctores”. Y como a nadie le están obligando hacer nada de lo que no quiera hacer, a nadie le debe interesar. Y punto.
Lo mejor que tienen las redes sociales es que se puede elegir. Yo elijo a quién sigo, yo elijo a quién bloqueo, yo elijo qué pienso y yo elijo qué escribo. Mientras no impida que otros puedan seguir adelante con sus vidas, todos estamos en nuestro derecho a tener una voz. No nos podemos seguir tomando a pecho lo que no merece ni un minuto de nuestras vidas y tampoco podemos creer que con ‘trolls’, amenazas, protestas y más transformaremos una mentalidad que consideramos incorrecta, banal o retrógrada.
Porque como van las cosas, en unos años esta enfermedad se convertirá en una epidemia intratable.