Lo frustrante
Algunos colombianos pagan impuestos. Se supone que con ese dinero el Estado debe encargarse de los asuntos básicos, para que las cosas puedan funcionar mínimamente. El más básico de todos los asuntos, aquello que motivó el nacimiento de las ciudades, con sus murallas y ejércitos, es precisamente la protección al ciudadano: la promesa del amparo contra las fuerzas de la naturaleza y contra las malas intenciones de sus semejantes.
Siempre he desconfiado de las soluciones absolutas. Me parece que algo hay de soberbia en los planteamientos que pretenden encarar todas las facetas de un problema, o de varios, con cientos de capítulos y secciones, con respuestas para todo. Vemos entonces documentos enormes que contienen fórmulas e instrucciones que en buena parte no se pueden implementar, o si se ejecutan no resuelven nada de lo que prometieron resolver, o acaso lo hacen parcialmente y en la mayoría de los casos de manera temporal. Leer los planes de desarrollo de casi cualquier institución pública resulta un ejercicio de fábula, como lo que se esperaría encontrar en una ficción nacida de un cruce entre Kafka y Orwell, quizá más cercana al bohemio, pero incluyendo las ominosas intenciones que se describen en los relatos del inglés.
Cuando no hay claras prioridades, o cuando todo lo es, se empieza a trabajar de forma reactiva, atendiendo las crisis como si fuesen imprevistos. En nuestro país lo vemos diariamente. Sabemos que a veces llueve mucho, pero siempre “el invierno” nos toma por sorpresa y corremos a cerrar los diques. Sabemos que nuestra geografía es complicada, pero seguimos peleando contra las montañas, que se deslizan obstinadamente. Queremos tener nodos tecnológicos y competir con Silicon Valley, pero todavía hay pueblos sin acueducto, sin alcantarillado y sin energía. Y lo peor: sabemos que entre nosotros convive gente muy violenta, pero aparentemente creemos que se van a apaciguar con un apretón de manos y la promesa de no volverlo a hacer.
Algunos colombianos pagan impuestos. Se supone que con ese dinero el Estado debe encargarse de los asuntos básicos, para que las cosas puedan funcionar mínimamente. El más básico de todos los asuntos, aquello que motivó el nacimiento de las ciudades, con sus murallas y ejércitos, es precisamente la protección al ciudadano: la promesa del amparo contra las fuerzas de la naturaleza y contra las malas intenciones de sus semejantes. Hace mucho tiempo entendimos que nada puede prosperar bajo la amenaza de robos, extorsiones, secuestros, esclavitud y asesinatos.
Eso es lo frustrante. Uno puede aceptar una tremenda variedad de cosas y ser tolerante con otras, al fin y al cabo somos un país en desarrollo, pobre, con miles de imperfecciones, conflictos morales, e iniciativas por revisar. Uno incluso puede resignarse y entender que ciertos problemas no se van a resolver pronto, que no son fáciles, y que reclaman sacrificios y mucha paciencia. También es posible que la plata no alcance y que sea necesario aportar más. Todo eso se puede encajar con la razón. Pero lo que no se puede aguantar es que a una persona la matan para robarle un celular o una bicicleta, que un viaje en bus se convierta en una ruleta rusa, o que en un restaurante te apunten con un revólver, mientras reina una asombrosa impunidad.
Cuando eso sucede, quienes tributan sienten que su dinero se tira a la basura y que los sacrificios son inútiles. Entonces, si el Estado no se encarga de la seguridad, los ciudadanos se encargan por su cuenta. En Colombia ya sabemos que eso nos hunde más en espantosos círculos de violencia. Que estemos propiciando las condiciones para que esos fenómenos se recrudezcan es inexplicable.
moreno.slagter@yahoo.com
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