
El pasado martes una protesta liderada por los conductores de vehículos tipo “Dacia” motivó una congestión de considerable magnitud en la avenida Circunvalar. Supongo que esa clase de atropellos deberán entenderse como males necesarios que hay que soportar para preservar la libertad de expresión, y aunque según nuestra Constitución todos tenemos derecho a protestar mientras se haga de forma pacífica, escasa paz veo en la alteración que genera el cierre de una de las vías más importantes de la ciudad. Hay, desde luego, causas más válidas que otras, movilizaciones que responden a coyunturas que ponen en riesgo la calidad de vida y el futuro de las personas, o que pretenden denunciar abusos incontestables. En el caso del bloqueo del martes me parece que la justificación es inexistente, o cuando menos relativa, y que lo que se pretende es normalizar las conductas riesgosas que conlleva una modalidad de transporte que no puede considerarse viable en ningún entorno que se entienda responsable con la seguridad de sus ciudadanos.
“Las Dacia”, una denominación coloquial con la que se define un tipo de camioneta ligera que es adaptada de manera sumamente precaria para el transporte de personas, suelen hacer recorridos de ida y vuelta a lo largo de la avenida Circunvalar. Ataviadas con carpas postizas y con bancas en sus platones, circulan sin respeto alguno por las normas, deteniéndose donde les place a recoger y dejar pasajeros y propiciando no pocos escenarios de riesgo para todos los que utilizan esa importante vía. Varias veces he visto las complicadas peripecias que deben hacer los usuarios del servicio para montarse en esos vehículos, para sostenerse en ellos y evitar darse un golpe contra el pavimento. Es lógico, esas camionetas no fueron pensadas para transportar personas en sus espacios de carga, ni mucho menos para prestar un servicio regular de transporte de pasajeros. Que no hayan ocurrido mayores desgracias sólo se le puede atribuir a una desbordada generosidad de la providencia.
A veces me parece que el derecho al trabajo, mencionado por los protestantes, se malinterpreta como si fuese un derecho a hacer lo que sea. Claro que todos tenemos derecho a trabajar, pero no bajo cualquier condición. Si nuestro trabajo pone en riesgo la vida y la integridad de otras personas, no podemos esperar que se nos permita ejercerlo. En lugar de luchar por seguir haciendo los mismo, esos conductores, o los dueños de los vehículos, podrían intentar formalizar su oficio y cumplir con las normas, incluso sugiriendo alternativas a algunos puntos de la regulación.
De nuevo, todo este asunto nos demuestra el largo camino que nos queda por recorrer para llegar a tener un servicio de transporte público digno y confiable. Que los barranquilleros prefieran, o les toque, usar las incómodas “Dacia”, o los mototaxis o bicitaxis, es una señal muy potente del bajo nivel de servicio que tienen disponible. Confío en que algún día logremos transformar esa indiscutible realidad.
moreno.slagter@yahoo.com
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