Debido al tiroteo ocurrido el pasado 4 de julio en Highland Park, Illinois, se reactivó un debate en algunos medios de comunicación de los Estados Unidos, relacionado con el uso de las imágenes de las víctimas. Un columnista propuso, contando con la venia improbable de los familiares, que ya era el momento de publicar las fotografías de los cuerpos impactados, suponiendo que la impresión que producirían podría generar mayores apoyos a favor del control de la venta de armas en ese país. La sugerencia, que resulta inquietante, no tiene respuestas fáciles e invita a considerarla con atención.
A finales de mayo, luego de los asesinatos en el colegio de Uvalde, un par de columnistas del New York Times se hacían cuestionamientos similares. ¿Será necesario que los ciudadanos se den cuenta de lo que le hace un fusil AR-45 a un niño de 10 años? Motivados por la crudeza de los hechos, presos de la desolación que cualquier individuo puede sentir ante semejante atrocidad, se atrevieron a plantear esa disyuntiva. Accionada a quemarropa, un arma de ese calibre destroza a sus víctimas, las pulveriza dejándolas irreconocibles. A algunos de los angustiados padres de aquel colegio les hicieron pruebas de ADN para poder identificar los cadáveres, no es difícil imaginar la escala del daño perpetrado.
Los que abogan por la indiscreción fotográfica recordaron el caso de Emmett Till, un adolescente afroamericano torturado y asesinado por dos adultos blancos en Mississippi, a mediados de los años cincuenta.
Los detalles de ese lamentable acontecimiento son fáciles de encontrar en Internet y no tiene sentido repetirlos en este espacio. Lo importante es que la madre de Emmett prefirió que su hijo, desfigurado por el ataque, fuese velado con el ataúd descubierto, para que, en sus palabras “todo el mundo lo vea”. Efectivamente, las fotografías que fueron publicadas por dos periódicos locales en Chicago alcanzaron una difusión significativa y en cierta forma, lentamente, apalancaron el movimiento por los derechos civiles.
Se dice que una imagen vale más que mil palabras. La historia nos ha entregado registros de momentos coyunturales, pero ciertamente una buena fotografía no decide nada. Ni la niña quemada con napalm en Vietnam terminó aquella guerra, ni el bebé sirio ahogado en una playa del Mediterráneo propició un cambio favorable para los migrantes. En el mejor de los casos esas chocantes imágenes, o cualquier otra similar, iniciaron debates que rápidamente se politizaron o hallaron su propia manera de terminar, o no, respondiendo a intereses que suelen alejarse de la indignación o la rabia que hayan podido suscitar.
Por eso, no estoy tan convencido de la necesidad de mostrar las explícitas consecuencias de esas masacres. Ya vivimos rodeados, asaltados constantemente por las imágenes variopintas que nos arrojan los dispositivos digitales y flaco favor nos haría ver más horrores. Me parece que somos capaces de conmovernos lo suficiente con la foto de un niño vivo, por ejemplo, una víctima feliz y sonriente, y más bien negociar con la idea de que un ser humano fue capaz de dispararle con premeditación. Lo sabemos, hay monstruos entre nosotros, no requerimos más evidencias.
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