Volví a Cartagena después de más de cinco años y pasé una estupenda vacación frente a la bahía de Las Ánimas, disfrutando desde Manga el paisaje incomparable de veleros, luces y la ciudad nueva que se extiende casi hasta Tierrabomba. El viernes santo visité El Corralito por el lado de la iglesia de San Pedro Claver (por El Arsenal), y ¡Oh, sorpresa!: peatonalizadas todas sus calles, aquello parecía una escena de la novela de NaguibMahfz El Callejón de los Milagros, que narra la vida en el zoco (mercado) de El Cairo: la exclusiva zona para millonarios de Bogotá y el extranjero, fue retomada por los cartageneros mestizos, morochos y negros, que sufrieron el peor proceso de gentrificación que ha vivido Colombia. Luego, el domingo, entré por La Puerta del Reloj hasta la Plaza de Bolívar y la escena se repitió: una muchachada de locales y cachacos de paseo de olla se confundían con turistas, muy jóvenes, en una Torre de Babel.

Todo comenzó hace más de 70 años como mínimo, cuando las familias de rancia prosapia comenzaron a migrar hacia Bocagrande que llegaba apenas hasta el hotel Caribe y quizá se construyó La Máquina de Escribir, famoso edificio en manos de los Santos y compañía. Abandonó la clase alta sus casonas preciosas del sector amurallado y muchas se convirtieron en inquilinatos y multifamiliares, muy del estilo de la película de Sergio Cabrera, La estrategia del caracol; dicen que por miedo a los espantos de los esclavos torturados en ellas. Solo en el sector de San Diego, una clase media se mantuvo en resistencia hasta hace relativamente poco, cuando los hoteles de cinco estrellas hicieron apetecibles sus casas, menos grandiosas pero muy bellas, y sucumbieron al bojote de billete sintiendo que ya no pertenecían.

En todos los sectores de El Corralito uno tropezaba siempre con los herederos de presidentes de la república, altos ejecutivos nacionales y extranjeros, dueños de medios y bancos: una manada de blancos andinos disfrazados de caribes, lo que nunca lograron. Recuerdo una vez que estaba con amigos en una terraza en San Diego cuando una cuadrilla combinada de policías, agentes encubiertos y Ejército, armados con mini Uzi y otros truenos de grueso calibre en mano, nos sacaron a todos del sitio porque llegaban los niños del presidente Uribe, durante su primer mandato. Quise hacerme reventar a bolillo o que me dieran un tiro por no moverme, pero mis amigos, más racionales que yo me sacaron casi en andas.

Así que ver en las callecitas adoquinadas, viejas negras sin piernas dejadas en la mitad de la calle para pedir limosna, vendedores de vareta, pulseritas, pomadas, agua, gaseosa, paseos turísticos, coches con sus caballos defecando en la mitad, putas gordas y morenas divinas brindando sus cuerpos, combos de cartageneros jóvenes en recocha y cachacos en sandalias con medias y pieles rojas de camarón hervido, fue chévere y pensé, ¡genial!: la venganza de la india Catalina.

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