En estos días me emocionó observar, en un telenoticiero, el video de una mujer de 65 años que, sosteniendo una Biblia con su mano derecha extendida hacia el cielo, agradecía su recuperación del COVID-19 tras ser dada de alta, y con su otra mano saludaba al personal que la había atendido, y que le aplaudía efusivamente. Su gesto reflejaba gratitud inmensa a su Dios y a quienes la asistieron en su enfermedad.

La creencia en un ser superior que gobierna nuestro universo y la fe que le dispensamos para solicitar su indulgencia y poder superar debilidades y limitaciones, han estado siempre presentes en las creencias e ilusiones del hombre.

Históricamente se reconocen múltiples motivaciones de la sociedad humana para reconocer y validar la necesidad del espacio de lo divino. Las más comunes en las 4.200 religiones y 30.000 dioses que hasta hoy se contabilizan en los estudios arqueológicos y socioantropológicos son: 1) Exploración y justificación de la existencia del universo y entender lo racionalmente inexplicable, 2) Definición de normas morales de sana convivencia social, y 3) Esperanza de superar la finitud y fragilidad. Estos tres roles están relacionados con las bases morales de los pueblos creyentes y se dan acorde con su nivel educativo, costumbres, cultura y fe.

La palabra fe proviene del latín fides, que significa creer. Fe es la seguridad o confianza en una persona, cosa, deidad o doctrina. Es una virtud que puede utilizarse en infinidad de momentos y manera; está en cada persona aprender a hacer uso de ella como objeto de bien y no de mal.

Históricamente, la fe ha sido estudiada por la teología y el conocimiento científico. Desde la perspectiva de la sicología, la neuroteología analiza su impacto en el cerebro humano y sus repercusiones positivas en la mejora de la salud física, mental y emocional de las personas. Es, sin duda, un patrimonio de cada persona. Como lo define la sabiduría popular: “la fe mueve montañas”.

Es necesario que en medio de esta agresiva pandemia que nos avasalla, que nos aisló e hizo detener las actividades económicas, productivas, académicas, culturales, etc., reflexionemos, en el marco de la fe que profesamos, sobre nuestra existencia y fragilidad, pero sobre todo acerca de nuestras responsabilidades como coadyuvantes de la hecatombe. Es necesario cultivar nuestra espiritualidad y corregir nuestras actitudes y comportamientos individualistas y utilitaristas que afectan a la sociedad y la natura.

Estos críticos momentos nos invitan a ser solidarios y altruistas. Es pertinente que todos: ateos, agnósticos, panteístas y creyentes, meditemos y actuemos unidos y propositivamente para superar pronto la pesadilla.

Este tiempo puede verse como un llamado de Dios o un grito de la madre Natura para encauzar nuestro actuar moral y cambiar definitivamente esas conductas equivocadas que coadyuvan a la construcción de una sociedad inequitativa, excluyente y avasalladora de la naturaleza. El cambio es ahora o seguiremos expuestos a una seguidilla de pandemias.

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