
Año nuevo en un tren
Parejas de franceses ancianos, unos, de mediana edad, otros, una mujer abrazada a su marido o su novio, -quién iba a saber-, dos jóvenes soldados en uniforme militar, la chica que había visto de reojo y yo, un latinoamericano perdido en un tren que cruzaba los Alpes en la medianoche de un 31 de diciembre, -inédito-, nos saludamos con una efusividad que surgió en contravía del frío distanciamiento que se impone cuando se está entre desconocidos.
Hace un tiempo ya largo, estaba cerca de Florencia, Italia, en una casa de campo, alta como una torre que encajaba con el nombre del sitio : Torre di Terigi. Había pasado la Navidad con una pareja amiga, ella, mexicana y él, genovés. Me invitaron luego a viajar a Roma a recibir el Año Nuevo. De pronto, me dieron ganas de volver a Lyon donde unos amigos franceses que me habían invitado antes del 31 de diciembre.
Esa tarde del último día del año salí a la estación central de Florencia a tomar el primer tren que encontrara. Solo pude embarcarme en uno que partió a las 9 pm. Me sentía raro sentado esa noche en un tren con rumbo a los Alpes franceses. En el vagón de segunda clase íbamos unas cuantos viajeros, entre ellos una chica de unos treinta años, típicamente francesa, a la que solo me atreví a saludar con una sonrisa para no distraer su atención puesta en un libro. Por la ventana veía la nieve densa, tan amenazante que por momentos me parecía que iba a caer sobre los rieles obstruyendo el paso del tren y atrapándonos a todos en aquel paraje lunar y helado. Estaba tan distraído con el paso del tren por entre la nieve, que me atemorizaba a ratos, que no me di cuenta de que las horas se iban acercando a la medianoche. De un momento a otro, oímos al maquinista por los altavoces diciendo que faltaban pocos minutos para los doce. El controlador de tiquetes, con el gorro cayéndole de lado, entró con cara radiante al vagón y nos saludó a todos con voz aflautada pero casi gritando que el Año Nuevo había llegado: “felicidad a todos los viajeros”. Un aire festivo nos inundó de repente y sentí que el silencio que traíamos a cuestas se había roto mágicamente mientras un hombre se levantaba de su asiento destapando una botella de champaña Veuve Clicquot que empezó a repartir en vasos de plástico entre los contados viajeros, convirtiendo al que hasta entonces era un sobrio recinto móvil en un salón de fiesta en el que todos parecíamos conocernos de mucho tiempo atrás.
Parejas de franceses ancianos, unos, de mediana edad, otros, una mujer abrazada a su marido o su novio, -quién iba a saber-, dos jóvenes soldados en uniforme militar, la chica que había visto de reojo y yo, un latinoamericano perdido en un tren que cruzaba los Alpes en la medianoche de un 31 de diciembre, -inédito-, nos saludamos con una efusividad que surgió en contravía del frío distanciamiento que se impone cuando se está entre desconocidos. Sentía de cerca el perfume de la chica y su aliento de champaña que tomaba a sorbos. Volví mi cara hacia ella y quedé sin piso cuando me dio un beso de feliz año nuevo en cada mejilla; era el primer beso del año que comenzaba. Entre el desconcierto y la alegría, pensé que la vida nos trae sorpresas cuando menos lo esperamos, en una plaza de un país lejano o en el vagón de un tren que atraviesa fronteras a 1.200 metros de altura, para descubrir que los seres humanos más distantes somos capaces de romper barreras y expresar la fraternidad cuando creemos que estamos más solos. Feliz año nuevo para mis lectores.
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