No hemos llegado aún a imaginarnos las consecuencias devastadoras que la pandemia actual tendrá en la educación infantil. Los desarreglos de comportamiento y de aprendizaje que observamos en gran cantidad de niños parecen un cuento infantil, como el del lobo feroz y los tres cerditos, que se echa para asustar sin ir más allá. Lamentablemente no es así. La realidad que se avecina tiende a empeorar.
En estudios como los del sabio suizo Jean Piaget, aprende uno que en las etapas tempranas nuestra inteligencia se desarrolla agarrando objetos concretos que nos permiten dar saltos a operaciones aritméticas como sumar, restar, multiplicar y dividir, y a esas otras que son enlazar palabras y construir frases. Si nos acordamos de esas épocas es porque todavía llevamos un niño dentro. Si no, será que nos volvimos viejos insufribles y sin memoria. Ese mundo de juegos con cosas y con el lenguaje será exitoso, no obstante, si lo hacemos en comunicación con otros niños, en interacción con los compañeros de la infancia que dejan huellas imborrables en nosotros, junto con la experiencia de aprender a vivir en comunidad. Fue así como supimos combatir el monstruo del Leviatán para volvernos seres sociales, según el relato de Hobbes, que, ese sí, es un cuento para adultos.
La infancia de ahora va a cumplir un año de confinamiento, limitaciones, orfandad educativa. La está afectando la ausencia de comunidad, más amplia que la familia, por causa del coronavirus, que ya rebrota en otros países donde el invierno está comenzando, y puede llegarnos a nosotros en mitad de las fiestas de la Navidad. Dios no lo quiera. Sigo convencido de que la tecnología ayuda pero no llena a cabalidad ese vacío que sienten por no estar con otros niños de su edad, ni con sus maestros de carne y hueso. Por ahí se filtran la tristeza y las depresiones, que corroboran que el no retorno a las clases, a interactuar con otros compañeros, está produciendo deterioros afectivos e intelectuales, según lo confirman estudios autorizados como los de Save the Children.
No sabemos aún cuánto más va a durar la peste. Pero sabemos cada día más sobre su forma de actuar y su impacto sobre la salud mental. Estamos aprendiendo, quizás a tiempo, que las consecuencias en adultos y en niños son preocupantes. Unesco y Unicef alertan sobre el peligro que están corriendo niños y niñas por no regresar a las aulas, en especial en las zonas rurales de América Latina y el Caribe. Es cierto que tantas precauciones que hay que tomar con respecto a contagios colectivos en escuelas y colegios producen muchos temores, pero creo que ya existe documentación científica para encontrar equilibrios, que no son fáciles, entre la educación presencial y la virtual. Y para hacerlo con calidad que es la clave en educación.
En todo caso, lo que hagamos por convertir esta intimidante situación creada por el Covid, en especial con la infancia, en una fuente de creatividad para renovar la enseñanza y el aprendizaje en las escuelas, será recompensada en el futuro.