Hay profesores que solo cuando sus alumnos alcanzan la madurez profesional son elevados por ellos a la categoría de maestros. En mi caso, y muy seguramente el de muchas promociones de médicos Uninorteños, eso fue lo que pasó con el Dr. Rodrigo Barceló Martínez, médico magíster en salud pública y especialista en epidemiología.
Difícil recordar sin intranquilizarse las rabietas de “Rorro”. Evocar sus regaños y la necesidad de mantenerse atento para poder evitar uno que otro borrador volador, son anécdotas obligadas en todas las reuniones de egresados del siglo pasado que fuimos “víctimas inocentes” de sus enseñanzas. Lo que en vivo y en directo podría llegar a ser aterrador, con el paso de los años se fue convirtiendo en aprendizaje significativo al entender la pasión que había detrás de cada reprimenda. El Dr. Barceló visionaba, como pocos en ese momento en el país, lo transcendental que llegaría a ser para el desarrollo de nuestras comunidades la declaración de Alma-Ata realizada en el marco de la conferencia internacional sobre atención primaria en salud del año 1978.
Casi coincidiendo con la promulgación de la ley 100 de 1993, el maestro salubrista epidemiólogo consiguió que fondos de la Fundación W.K. Kellogg llegaran a la ciudad para desarrollar un proyecto social llamado Una Nueva Iniciativa en la Formación de los Recursos Humanos en Salud, nombre que dio origen al acrónimo de UNI como ha sido conocida esta intervención desde entonces. UNI logró que el Estado, la comunidad, la academia y las organizaciones no gubernamentales unieran esfuerzos para lograr gestar cambios en las condiciones de vida de la población, mejorando con ello su salud. El objetivo central siempre fue eliminar las condiciones de riesgo para el desarrollo de enfermedades. Su gran herramienta, la educación con énfasis en salud familiar y en las acciones de promoción y prevención, así como el fortalecimiento de los procesos para la construcción de ciudadanía y para la organización y el desarrollo comunitario. Esta construcción colectiva de capacidades, usando de manera pulcra y eficiente los recursos, sirvió entre otras cosas para enfrentar exitosamente las epidemias de cólera, la aparición de los primeros brotes graves de dengue y los fenómenos sociales y de salud asociados al desplazamiento forzado por la violencia. Del proyecto UNI aún hoy, 26 años después, se pueden encontrar impactos en las comunidades del suroccidente de Barranquilla, especialmente en La Paz, Loma Roja y Pinar del Río.
En este ejemplo exitoso del pasado encontré un poco de tranquilidad en medio de la crisis de salud pública que atravesamos en la región, enfrentando la pandemia. Probado está que el empoderamiento comunitario, gestado y apoyado desde las instituciones gubernamentales y académicas, logra rápidamente cambios en las comunidades que mejoran sus condiciones de salud. Nunca como antes necesitamos tan urgentemente adoptar nuevos comportamientos.
Las herramientas institucionales para lograr lo anterior ahora existen, pues los beneficios contenidos en los planes de salud pública de intervenciones colectivas (PIC) buscan lograr mediante la promoción de la salud y la gestión del riesgo impactar positivamente los determinantes sociales de la salud. Ahora es más fácilmente posible desarrollar capacidades en las personas para que se involucren en la toma de decisiones que afecten su salud, pues los recursos económicos para hacerlo ya no dependen de la filantropía internacional. Todos los municipios del país cuentan con rubros en sus presupuestos para ejecutar los PIC. Los gobernantes solo necesitan respetarlos y evitar volverlos recursos para transar.
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