Yo nací en un castillo encantado con un rey, una reina, una princesa y una biblioteca. Desde mi primera infancia, toda mi vida está relacionado con los libros, tengo impregnado en mis fosas nasales el olor de las letras impresas en el papel y lo renuevo con cada libro que tenga en las manos, así como la sensación al tacto de ese paquete de hojas con portada que protege lo escrito para agrado del lector. Una imagen para toda la vida es la de los fines de semana los cuatro sentados a la mesa en la que mis padres, ambos educadores, preparaban las clases de la semana mientras mi hermana y yo leíamos teniendo de fondo musical a los clásicos que sonaban en La Voz de Santa Marta.

Conocí el mundo a través de los libros antes de poner un pie en él, gracias a lo que decían en esas páginas que me lo mostraban en todo su esplendor y me cautivaban al punto de hacerle promesas a cada uno de realizar lo que en ellos decía. Se constituyó en una retroalimentación permanente en la que conocimiento y placer iban de la mano y llenaban mi existencia a plenitud.

Más tarde comprendí una frase de Miguel de Unamuno que decía más o menos que el vicio de la lectura trae consigo el castigo de muerte permanente, para hacer referencia a que una vez que somos iniciados en la lectura, esta se convierte en un acicate para seguir buscando respuestas a las preguntas y dudas que nos generó el libro anterior. Ya no se puede parar, no hay marcha atrás, hemos sido atrapados en la magia del papel impreso, cárcel de la cual no queremos salir porque, paradójicamente, representa alimento para el espíritu y se enriquece el pensamiento. O, como decía el filósofo español, “hay que sentir el pensamiento y pensar el sentimiento”.

La biblioteca de la ciudad era el complemento de la que teníamos en casa, era mi otro mundo en el que enriquecía mi hambre de lectura y me adentraba en una espiral ascendente del conocimiento que me hacía sentir uno solo con el mundo, una sensación de plenitud única.

Hoy, con el desarrollo de la tecnología, me toca leer algunos materiales en pantallas inodoras y frías al tacto, a las cuales toca acostumbrarse para mantenerse actualizado, sobre todo en lo de la profesión, pero no transmite la misma sensación de un libro.

Para tranquilidad de mi alma, mis hijos leen, hasta los menores, han descubierto la magia de la lectura y la disfrutan. Es la mejor herencia que puedo darles para que lleguen al punto más alto de la espiral de lectura: el pensamiento crítico, el que se necesita para sobrevivir en un mundo en el que somos vulnerables a la desinformación y, por tanto, a la manipulación.

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