La estrategia antidrogas diseñada por los Estados Unidos compromete también la responsabilidad de Colombia como primer productor de cocaína a nivel mundial, frente al primer consumidor de la misma sustancia en esa escala. En este sentido las acciones deben ser coordinadas y concertadas, sin que esto signifique comprometer nuestra soberanía nacional.
Es una realidad indiscutible que las 140 mil hectáreas de coca sembradas en nuestras selvas producen 950 mil kilos a un precio cercano a los 18 billones de pesos anuales, equivalente al doble de la producción del café y dos veces una reforma tributaria, dinero que alimenta la corrupción a todos los niveles, el contrabando, el lavado de activos y el crimen organizado de los grupos al margen de la ley y sus efectos en la inseguridad y violencia macabra en las regiones donde están dichos cultivos. De esa economía ilícita depende también el ingreso para un millón de personas del sector y de los distintos negocios que se lucran de esa cadena diabólica, como el comercio, servicios, transporte, vivienda y hasta la financiación de campañas políticas.
¿Cómo acabar con un cultivo que produce el doble de las exportaciones del café? Como diría sabiamente el expresidente Turbay: hay que reducirlo a su mínima expresión. Por tanto, hay que buscar alternativas ambientalmente sanas, como su sustitución por otros cultivos, mediante subsidios especiales, con erradicación manual y con trabajadores bien remunerados y llevar la presencia del Estado a esas zonas abandonadas. Simultáneamente, darles duro a las bandas criminales del narcotráfico que se quedan con un alto porcentaje de las utilidades del negocio, que hacen justicia a su estilo y juegan con el aparato judicial.
Ahora bien, como esos campesinos conocen de estas yerbas, una alternativa viable podría ser la marihuana medicinal, agilizando los trámites del engorroso marco normativo que hace casi imposible el desarrollo de un proyecto: Ley 1787 de 2016, Decreto 613 de 2017, Decreto 631 de 2018 y el Decreto 780 de 2016, más las Resoluciones del Ministerio de Salud, la vigilancia del Invima y otras entidades del Estado que le ponen el palo a la rueda. Además, hay que impulsar la legalización de la cannabis de uso recreativo, que es menos dañina que el alcohol y el tabaco (los dos pagan impuestos para financiar la salud en Colombia).
La marihuana medicinal y la de uso recreativo podría generar altas cifras de empleos y producir importantes ingresos tributarios especialmente en los 350 municipios más pobres del país afectados por el conflicto armado, así como sucedió en el Uruguay. Los impuestos de estos cultivos superarían los ingresos de predial y de industria y comercio en los entes territoriales. Llevamos 80 billones de pesos gastados en esta lucha estéril.
Además, este cultivo atajaría el fenómeno de la migración de estos países pobres hacia los Estados Unidos.
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