Muchos científicos y estudiosos de la conducta humana pronosticaron que uno de los efectos positivos de la pandemia sería el cambio de actitud y del comportamiento de la sociedad, haciéndola más solidaria, desinteresada de los bienes materiales, caritativa y bondadosa con el prójimo y menos agresiva. Es decir, se abría entonces el camino que nos canta el compositor Ivan Ovalle en su canción “La fuerza del amor”, cuyo texto dice:
“Cuenta bien la historia, que la vida y que era más bonita, dicen que los hombres trabajaban untados de cariño, que por no haber luz en la noche fría, la luna se adoraba, y que un acordeón se oía más lindo en plena madrugada, y en cosas de amores, de amores, no había sufrimientos, no había, si decían te quiero, morían con eso, todo era más bello, todo era más puro. Oh mi Valle tierno, vaya pueblo oscuro. Me trae la fuerza del amor, yo voy a hablar de amor, porque nací de amor”.
Nada más equivocado el pronóstico de estos sabios, cuando después de más de 18 meses de estar cerrados los estadios, lo que la semana pasada se vio en el Campin en Bogotá, durante el partido entre Santa Fe y Nacional, no fue nada de ternura sino violencia pura, de unas barras que se convirtieron en vándalos bravos.
En Colombia, por ejemplo, la celebración del Día de la Madre se convierte en el más sanguinario de todas las demás fiestas. Según Medicina Legal, entre 2009 y 2018, ese día produjo casi 1500 muertos distraídos por el alcohol y el amor materno, aspecto que los antropólogos, psicólogos y otros expertos en el tema manifiestan que son actos violentos de una sociedad machista y con altos niveles de intolerancia.
Estas barras o vándalos bravos necesitan el mismo tratamiento que aplicó la primera ministra Margaret Thatcher a los Hooligans en Inglaterra, cuando en abril de 1989 provocaron la muerte de 96 personas en un estadio y que los acabó con una serie de medidas gubernamentales de castigo a esos infractores, utilizando la tecnología y la fuerza pública, prohibiéndoles de por vida su entrada a cualquier estadio. Muchos terminaron en las cárceles cumplimiento penas ejemplares. El camino no puede ser el cierre de los estadios.
En Colombia parece que los colores de las camisetas generan violencia. Los verdes ven a los rojos como el símbolo de la violencia partidista de los años 50, donde se mataban liberales con los conservadores, mientras que los rojos ven a los verdes como el uniforme de la policía que se les enfrenta en las protestas.
A propósito, el nobel de literatura Gabriel García Márquez, al recibir el premio de la academia sueca en 1982, en su discurso titulado La soledad de América Latina, dijo que “la independencia del dominio español no nos puso a salvo de la demencia”.
Tenemos una democracia loca, donde el espectáculo familiar de los estadios está sitiado por una minoría grosera y altanera que hace lo que quiere, ante una insoportable falta de autoridad.