Hace unas semanas la vida y el Río Magdalena me unieron, como lo hacen sus aguas en el delta cuando llegan al mar, con un ser de otro mundo.
Bueno, sin caer en vicios literarios, por cuestiones de negocios en una oficina de la vía 40 con vista al río, conocí a una persona nativa de una isla lejana de donde solo hay unos 7 mil habitantes quienes además de preservar un tesoro cultural de la humanidad, son personas que tienen una conexión natural y ancestral con los mares y ríos de nuestro planeta. Me refiero a la isla “Rapa Nui”, más conocida como “Isla de Pascua”, ubicada al sur del pacífico en el mar de la Polinesia.
Pero más que la procedencia exótica, lo que me impresionó fue su conexión genuina y fantástica con el Río Magdalena, sus pueblos, su historia, su cultura.
Siento un poco de vergüenza cuando conozco extranjeros que se admiran por nuestro río y ven todo el potencial comercial, turístico y cultural que corre por sus aguas. Mientras la mayoría de los colombianos lo tenemos abandonado en el patio de atrás.
Hablar con él me recordó a Wade Davis, autor del libro Magdalena River, investigador y escritor canadiense apasionado por los ríos del mundo, pero evidentemente enamorado del gran Río. Wade se aventuró durante varios años en una travesía por sus aguas desde su nacimiento en el Páramo de las Papas hasta Bocas de Cenizas, narrando con una escritura exquisita la historia de Colombia teniendo al río como protagonista.
Hace unas semanas mi nuevo amigo continental me invitó a una de sus travesías, lo que para él era una jornada normal, para mi fue toda una aventura.
Pude ver con mis propios ojos, respirar y sentir la grandeza de nuestra naturaleza. La belleza de sus pueblos con sus iglesias mirando al río. Los pescadores en sus faenas, las aves volando en batido, las babillas con la boca abierta cazando mariposas, pero también la erosión de sus costas que ponen en peligro de inundación a sus habitantes, las manchas aceitosas en el agua de vertimientos ilegales, botellas, icopores, bolsas y hasta chancletas que recorren kilómetros flotando en un viaje de desgracia.
Con el atardecer llegamos a Mompox, mientras atracábamos en el muelle, el naranja del cielo y el dorado del sol pintaban las cúpulas de sus majestuosas iglesias, sentí un aire de esperanza. Gracias a este ser de otro mundo y los innumerables extranjeros que se atreven a descubrir la Colombia profunda. Muy pronto AMAremos tanto a nuestro río, que seremos más conscientes y lo aprovecharemos como lo hicieron nuestros ancestros.