Como parte de los múltiples ataques a la administración de William Dau en Cartagena –que no es lo mismo que ejercer una oposición seria y necesaria–, se conoció una solicitud de revocatoria del nombramiento de Armando Córdoba, actual secretario de Participación del Distrito. La pretensión del solicitante se fundamentaba en la descabellada idea de que Córdoba no cumplía los requisitos para ejercer el cargo a pesar de que su perfil encaja perfectamente con lo que establece el manual de funciones.
El asunto es que en su defensa, el secretario de Participación cometió la ligereza de asegurar que existía una estructura de persecusión organizada por varios concejales que han presionado para que él cediera puestos. Hacer estas denuncias lo hizo merecedor de una citación obligatoria al Concejo Distrital, donde le preguntaron a qué concejales se refería y qué evidencias tenía de esas denuncias gravísimas que van contra la honra de los concejales. Le recordaron, por supuesto, que hacer imputaciones deshonrosas era un delito. Córdoba, ni corto ni perezoso, se retractó.
Sin embargo, que el secretario de Participación tenga que recoger sus palabras es una cosa. Otra distinta es que la gente sea tan ingenua para desconocer cómo son las prácticas de la política tradicional que se ejercen a través de las relaciones entre estas corporaciones y las administraciones de los entes territoriales.
Los guantes de seda en el control político se compran con contratos de prestación de servicio. Eso no es un secreto. Concejales pagan sus deudas con quienes les ponen los votos en los barrios y la manera más común de ponerse al día es a través de contratos. Eso sí, sobre muchos de esos contratos, los mismos concejales cobran porcentajes. Son una suerte de gota a gota de lo que reciben mensualmente los contratistas. El negocio es redondo y se nutre de la necesidad de empleo que tiene la gente. Es una cadena perfecta de favores.
Ningún alcalde ni secretario de despacho se atreve a salirse del juego. No acceder a darle control a estos concejales sobre cuotas de cargos de órdenes de prestación de servicio es, más o menos, hacerse harakiri. Si estos concejales no comen, una vez con hambre, vendrán por tus vísceras.
Es un juego conveniente, balanceado, un equilibrio perfecto en el que todos salen ganando. Solo pierde el que no juega. Si creen que exagero, recuerden aquel vergonzoso incidente en 2016 en el que la Fiscalía imputó cargos a concejales de Cartagena a los que les pagaron 32 “libros” por votar por una contralora distrital que no cumplía los requisitos, pero era “necesaria”. Esos mismos concejales siguen vinculados a una investigación por delitos de cohecho y prevaricato.
El asunto de fondo trasciende la penosa historia de los 32 “libros”. El tema es cómo opera la estructura y cómo se valida con cada uno de sus movimientos pretendiéndose honorable. Y sí, también hay que decirlo, las generalizaciones son espantosas, porque no todos son corruptos y muchos pasan por esos escenarios sin comulgar con este juego. Hay que rasgar la garganta del monstruo e incomodarlo hasta hacerlo vomitar. Que sepan que sabemos cómo chupan angustiados la teta de una ciudad para sostener sus privilegios. Que sepan que sabemos.
@ayolaclaudia