Ser luz
Sin oscuridad, la luz no existiría o, al menos, no tendría sentido. Sin dolor, el gozo carecería de gracia. Sin tristeza, la alegría quizás no tendría valor. Sin muerte, la vida, simplemente, no sería vida… Y así podría continuar, hasta llegar a la comprensión de que siempre necesitaremos un opuesto para poder ver y vivir con cierta claridad.
Llegó diciembre. Y, con él, el olor de la Navidad, la nostalgia de un año que se ha ido y la luz, con sus múltiples caras. «Claridad, fulgor y resplandor. Propiamente se llama así la que difunde el Sol para ilustrar el mundo». Esta era la definición de luz a principios del siglo XVIII. Casi trescientos años después, existen tantos significados alrededor de ese término, que bien podría escribir una serie completa de textos para hablar sobre la luz, vista desde cada uno de sus ángulos.
«Agente físico que hace visibles los objetos»; «Onda electromagnética en el espectro visible»; «Ilustración, cultura», y «Claridad en la mente» son algunas de las definiciones que hoy se encuentran en el Diccionario de la lengua española, y que tienen en común una misma idea, de por sí, maravillosa: la concepción de algo que hace posible que veamos, incluso aquellas cosas que no se pueden ver.
La luz funge como sinónimo de esperanza o de fe en medio de la oscuridad que supone la incertidumbre. Y en los últimos tiempos el mundo ha experimentado en demasía esa oscuridad por cuenta de un enemigo oculto cuyo nombre todos conocemos, una enfermedad viral que le ha quitado la vida a más de cinco millones de personas, y que ahora contraataca con su variante ómicron que, según advierte la OMS, “no hay duda” de que se propagará como lo hizo la delta.
Pero volvamos a la esperanza. Sin oscuridad, la luz no existiría o, al menos, no tendría sentido. Sin dolor, el gozo carecería de gracia. Sin tristeza, la alegría quizás no tendría valor. Sin muerte, la vida, simplemente, no sería vida… Y así podría continuar, hasta llegar a la comprensión de que siempre necesitaremos un opuesto para poder ver y vivir con cierta claridad.
Y digo cierta porque la claridad absoluta no existe. Eso sería lo mismo que afirmar que hay seres humanos perfectos; con pensamientos enteramente libres de pecados o de culpas; con corazones que nunca han sentido odio y que tampoco han experimentado el amor en cualquiera de sus infinitas formas. Yo prefiero pensar que somos —en esencia, palabra y obra— tan oscuros como iluminados.
Tal vez nunca lleguemos a ser como la Inmaculada Concepción de la Iglesia católica, cuyo día se celebra el ocho de diciembre con la convicción de que quienes enciendan velas en su nombre reciban un poco de la luz que emana de su impoluta santidad. Tal vez nunca lleguemos a conocer la luz en su máximo esplendor porque, de algún modo, dentro y fuera de nosotros seguirá habitando algo o mucho de oscuridad.
«Modelo, persona o cosa capaz de ilustrar y guiar» es otra definición de luz, una de las más bellas. Porque invita a creer que aun en la oscuridad podemos apuntar hacia un objetivo que alumbre las tinieblas de otros. ¿Cómo sería todo si nos moviéramos en esa dirección, si buscáramos ser ese tipo de luz?
P. S.: «El canto quiere ser luz. En lo oscuro el canto tiene hilos de fósforo y luna. La luz no sabe qué quiere. En sus límites de ópalo, se encuentra ella misma, y vuelve». F. García Lorca.
@cataredacta
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