Cuenta la leyenda que Poseidón hizo salir del mar a un hermoso toro blanco que superaba cualquier expectativa que Minos pudiera haber tenido al solicitarle un ejemplar de su talante para sacrificarlo en su honor. El animal era tan bello, que el hijo de Zeus desistió de la idea de sacrificarlo, sustituyéndolo por otro. A Poseidón eso no le gustó. Así que tomó venganza despertando en Pasífae, la esposa de Minos, un amor y un deseo tan profundo hacia el rumiante, que dio como resultado a un ser con cuerpo de hombre y cabeza de toro: el Minotauro.

Fue Dédalo el encargado de construir el laberinto de Creta, la eterna morada de quien fuera considerado y encerrado como un monstruo, por provenir de la aberrante unión entre una mujer y una bestia. Allí en su laberinto, el Minotauro se alimentaba de las víctimas humanas que eran sacrificadas en esa enredadera sin salida, como las catorce personas ─siete mujeres y siete hombres─ que anualmente Atenas ofrecía como tributo a Minos.

Fue Teseo, hijo del rey Egeo, quien logró matar al Minotauro agarrándolo por los cuernos y batiéndolo de un lado a otro hasta vencerlo a golpes. Gracias a Ariadna, hija de Minos, Teseo encontró la salida del laberinto aferrado al rollo de hilo que ella le dio, con el cual pudo trazar el camino hacia afuera una vez derrotado el monstruo. Lo que sigue en este relato griego, como de esperarse, es tragedia. Como es tragedia la historia que aún se cuenta en Colombia. Tragedia que bien podría evitarse, si hubiera memoria, si hubiera consciencia.

Hace un poco más de cuarenta años, Sincelejo fue el escenario dantesco donde varios palcos de madera se desplomaron tal como un Jenga, dejando un saldo más monstruoso que el mismísimo Minotauro: quinientos muertos y más de mil heridos. Ocurrió el 20 de enero de 1980. Ese día, un aguacero se mezcló con el fulgor de la fiesta en corraleja, e hizo que los asistentes se volcaran hacia los palcos con techo, sobrecargando la estructura. En pocos minutos, el festejo en el que los toros suelen ser sacrificados para entretener a los humanos pasó a ser la crónica de una fatalidad.

Cuarenta y dos años han pasado desde que eso sucedió. Pero parece que en nuestra historia no termina de ser suficiente la desgracia como para aprender de sus consecuencias y empezar a actuar diferente. Lo ocurrido en El Espinal, Tolima, hace apenas unos días es muestra de que nos hace falta demasiada consciencia y sensatez. Dijo Descartes «Pienso, luego existo», mas no sé si todo el que existe, en efecto, piensa. Cientos de personas cayeron de una tribuna de esa plaza de toros, construida de forma precaria e irresponsable. El saldo de esta celebración que lleva el nombre de San Pedro: cuatro muertos y más de trescientos heridos.

Mientras unos caían, gritaban o corrían despavoridos tras el desplome de la gradería hecha a punta de guaduas, otros en la arena mataban a cuchillazos al toro, también víctima de esa barbarie disfrazada de cultura. Ningún ser vivo, sea humano o animal, merece morir en corridas de toros que, como el laberinto de Creta, son un riesgo irrefutable para la vida. ¡No más minotauros en corraleja!

@cataredacta