De vivir o de morir solo. Esta columna no trata de nada más, sino de eso. Una persona solitaria es aquella que permanece aislada, apartada, retirada de todo, con no más que su propia existencia para mantenerse con vida, o bien para quitársela. Hace pocos días el Gobierno japonés creó un departamento de Estado que podría parecer un tanto insólito, aun cuando el mundo actual es un reflejo de tantas carencias, no solo de tipo material, sino más bien, y en mayor medida, espiritual. El ministerio de la Soledad nació para hacer frente al aumento de la tasa de suicidios durante la pandemia en Japón, un país en el que en octubre pasado murieron más personas por suicidio que por covid-19.
«Aislamiento temporal y generalmente impuesto de una población, una persona o un grupo por razones de salud o de seguridad», así se define el término ‘confinamiento’, escogido por la Fundación del Español Urgente (FundéuRAE) como la palabra del año 2020. Y con toda razón. No es una realidad lejana, es la más próxima a la que estamos; el coronavirus nos ha confinado a todos en algún momento, tal vez a unos por mayor tiempo que a otros, pero nadie ha sido esquivo al hecho de guardarse casi que a la fuerza en casa, con un propósito común: preservar la vida.
Y esa es una de las circunstancias más excepcionales que hemos tenido que vivir en la primera mitad del siglo XXI, la cual nos azota como seres sociales que por naturaleza somos, como lo expone Aristóteles, planteando que nacemos con la característica social y que la desarrollamos a través de los años, porque necesitamos de los otros para sobrevivir. ¿Confinarse para salvarse o confinarse para morir? Esa es la pregunta problema.
‘Kodokushi’ es la palabra que en japonés designa la “muerte solitaria”, quizás la más triste de las muertes imaginadas. Cuando la soledad no es una elección, sino una especie de designio maldito, se traduce en un mal sueño en el que todo se repite como la más cruel de las nadas. Caso contrario es el del Zaratustra de Nietzsche, cuyo ocaso comenzó justamente el día que descendió de la montaña para «volver a ser hombre» al retomar el contacto con otras personas tras diez años de haber estado solo en el monte, gozando de su espíritu y de su soledad.
Ya en enero de 2018, Reino Unido había creado un ministerio de la Soledad, ante lo que representaba saber que más de nueve millones de británicos decían sentirse solos. La soledad, un mal tan perjudicial para la salud como fumar quince cigarrillos al día, es un estado que mina profundamente hasta hacernos creer que somos tan minúsculos o tan fútiles como para desaparecer sin tener siquiera a quien extrañar o, en su defecto, quien nos extrañe luego.
La del país nipón es apenas una muestra de que, si bien comunicarnos con nosotros mismos es importante, comunicarse con los demás nunca debe dejar de serlo. ¿Qué estamos haciendo para no estar solos?, ¿qué nos motiva a vivir, aun anclados a casa?, ¿qué nos falta para dejar de sentir que carecemos de algo o de mucho? A lo mejor la solución esté en asumir la vida como Zaratustra, quien retiró de sí el temido fantasma de la soledad, y dijo: «Me sobrepuse a mí mismo, a mis sufrimientos; llevé mi propia ceniza a la montaña y me inventé una llama más brillante».
@cataredacta