Después de un largo tiempo el boga hizo una pausa. Desde que decidió dejar su pequeño puerto para usar la pluma como pértiga había navegado ríos y mares, lagos y ciénagas por el mundo; a diferencia de sus colegas –los bogas que surcaban los ríos haciendo alardes de su oralidad altanera y festiva– él había decidido amansar el lenguaje cerrero de su tierra con la escritura. Entonces un buen día recaló en el puerto caribeño de una vieja ciudad negrera cuyo mayor orgullo era llevar en su lomo las marcas de la esclavitud tatuadas en alto relieve.

Nadie se lo pidió, había podido usar sus pergaminos de escritor navegante curtido para atragantarse con las viandas que el poder ofrecía a costa de la miseria de otros, pero él decidió sumarse a unos cuantos que en este puerto se atrevían a hablar de la tragedia. Fue así como el boga se convirtió en miembro aventajado de la cofradía de aquellos que parecían salir al filo de la madrugada a hurtadillas con un hisopo chorreando tinta para ponerle nombre a las infamias de la ciudad tatuada.

A veces, cuando lo escuchaba o lo veía caminar por alguna de las retorcidas calles del viejo puerto esclavista con sus pantalones de lino y su sombrero panamá, parecía arrastrar consigo otros presagios, otras memorias que sucedían en otro mar cercano que mentalmente habíamos alejado. Sin proponérselo se convirtió en un boga del río Atrato, para recordarle a los desmemoriados que este río no siempre había sido un cementerio de cadáveres, sino la vía que permitió la comunión olvidada entre el Caribe y el Pacífico colombiano.

Traía historias de su natal Bahía Solano, de “luces de velas prendidas en las noches”, de sus horizontes de naufragios, de “hijos adoptivos de la miseria, nietos de la esclavitud, sobrinos de la ignorancia”. Su misma presencia en la vieja ciudad de los olvidos conscientes era una invitación a andar nuevamente los caminos enmontados, los cauces interrumpidos de la memoria. Entonces la ciudad redescubrió que el Chocó había sido tierra fértil para que un italiano agiotista radicado en Cartagena fundara ambiciosas empresas. Y que muchos habían usado los mejores años de su vida navegando el Atrato, acercando regiones.

Fue la presencia del boga en la ciudad lo que nos dio la certeza de lo que ya sabíamos. De que allí, en la bahía de Cartagena, en el muelle de los Pegasos, con sus aguas pútridas, olor a madera recién cortada, putas baratas y almuerzos de pobres, se tejía a diario una memoria que hermanaba dos mares, dos regiones. De navegantes y obreros de dos orillas que se reconocían en la pobreza y el color de la piel, y se aferraban a un adagio como consigna para las batallas cotidianas: “Junto al mar la sobrevida (es) menos amarga”.

No fui un amigo cercano del boga, pero lo quería como se debe querer a los hombres necesarios. Los que estábamos atentos, teníamos claro que detrás de su vocación de hombre culto, sabio y conversador exquisito estaba la sabiduría y los códigos de los mulatos de puerto. Había un rumor de aguaceros correteados, de vientos de patio, de polvorín de calles en su voz que me hacían transitar los terrenos de la confianza que no necesita pregón.

Hace unos días, fiel a los últimos presagios, el boga viajó a la eternidad. Sus cenizas, como debía ser, fueron esparcidas en sus dos mares. “Desde esta noche a las siete están prendidas las espermas…” Gracias Óscar Collazos, amigo, padre, hermano, esposo, escritor. Boga, alumbrá…

javierortizcass@yahoo.com

@JavierOrtizCass