El liderazgo, la capacidad que tienen ciertas personas para ejercer influencia sobre otras, deja de tener sentido cuando no existe un propósito común. De ahí que, por mucho que un individuo se encuentre en posición de superioridad frente a sus congéneres, por mucho que sobresalga por sus talentos o por su personalidad, para que estas cualidades tengan significación es preciso que una colectividad lo perciba como instrumento indispensable en la consecución de un objetivo que todos persiguen. En cierta forma, un líder es un ser doblemente condenado; por un lado, sobrelleva las cadenas de su propia personalidad –el temperamento o marca genética, y el carácter, que se forma a partir de la interacción con el entorno–, y, por el otro, las expectativas de aquellos que, depositando en él su confianza, esperan resultados palpables. Pero, más allá de estos factores, ser un líder obedece a una elección personal en la que juegan un papel importante la necesidad de poder y la ambición, la necesidad de pertenencia a un grupo, y la exigencia de logros individuales. Así las cosas, para un verdadero líder es realmente inaceptable que otras personas impidan que desarrolle su gestión apoyado en sus propios criterios y de manera eficaz; y si así ocurre, no lo es.
Un presidente es un líder. Un líder que se propone como el funcionario público capaz de llevar las riendas del Estado y perseguir el bien común de la nación; y no solamente hay que serlo, sino, además, parecerlo. No me atrevería a negar las virtudes de líder del presidente Duque, pero lo cierto es que, si lo es, poco tiempo después de haberse posesionado comenzó a dejar de parecerlo, y, en consecuencia, la desconfianza que genera su dificultad para gobernar comenzó a propagarse sobre el territorio nacional. La inconformidad ante su gestión se tomó paulatinamente la opinión pública, y, pese a que su balance legislativo es calificado de pobre, y de que el país le ha censurado el desgaste inútil en torno a las objeciones a la JEP, cualquiera diría que Duque era visto en el exterior como autónomo y razonable. No obstante, a juzgar por las fuertes protestas en su reciente visita al Reino Unido, comienza a desdibujarse. Sus erráticas posiciones en asuntos de medio ambiente, lo que se ha denominado “falta de voluntad” frente al sistemático asesinato de líderes sociales, y las controvertidas políticas en la implementación del Acuerdo de Paz, son los temas que prevalecen al calificar la gestión presidencial.
Y es que el liderazgo deja de tener sentido cuando no existe un propósito común, y, aun cuando Duque fue elegido por más de 10 millones de votantes, el presidente no parece comprender el costo de seguir siendo un eco de ciertas voces incendiarias que, tras un conflicto tan largo como el nuestro, son a todas luces incoherentes con el auténtico propósito que hoy une a la mayoría de los colombianos: la consolidación de la paz, y la reconciliación.
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