“Aquí ya no hay nada que hacer. Vamos a acabar con estos huevones”. Así concluyó al mediodía de un domingo, una sesión reglamentaria de cierta agrupación dedicada en principio al arte y a la cultura. Tras de esas palabras irreverentes, dichas a gritos, Álvaro me invitó a acompañarlo en el coche de su amigo Guillo, a una tiendecita situada no muy lejos de la antigua “Curva”, a la que había de sustituir como lugar de tertulia mamagallera. Allí teníamos que sentar las bases de una “casa cultural” barranquillera, para cuyo cobijo me atreví a proponer aquel pabelloncito que entonces existía en el Parque Agila de la calle Murillo.

“Cómo no!” replicó Álvaro enseguida.“Puede disponer de ella cuando quiera. Para conciertos, exposiciones, conferencias. Para cualquiera vaina”. Su entusiasmo era siempre tan vivido que nunca decía que no a cualquier iniciativa que le pareciera útil. Ni veía obstáculo alguno para cualquier empresa plausible. Sin perjuicio de que luego los obstáculos se le echaran encima y todo quedara en nada. Con un “no fue culpa mía” de niño travieso quedaba todo el asunto arreglado. Y como consuelo no se preocupe, hombre, ya se encontrará otro sitio, y mejor”, espetado con una carcajada casi homérica. “Tráigame un proyecto y lo aprobamos”.

“Pero, ¿quién lo aprobará?

“No se preocupe, le digo. Haga el proyecto y lo aprobaremos. Sin huevones”.

Aquel día no permanecí largo rato con Álvaro y su amigo Guillo. Apenas tuve tiempo de proponer el pabellón del Parque Águila para el proyecto en cuestión. A los pocos minutos ambos estaban hablando de fútbol y tomando cerveza. Me levanté para despedirme. Con aire socarrón y sonrisa oblicua me preguntó Álvaro: “No le gusta el Junior, ni la cerveza, verdad?”

“No mucho” contesté yo, y me fui. Ya en la calle le oí todavía gritándome sin verme: “¡No se olvide el proyecto!”

El proyecto lo hice. Pero la “Casa de la Cultura” proyectada por Álvaro, como cosa seria y “sin huevones”, no alcanzó a nacer. Otros menesteres le llevaron por otros andurriales, dejándome con el recuerdo de su refrescante rebeldía.

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Cada vez que me veía me tomaba el pelo. Cordial y amistosamente. Pero me lo tomaba. Un día me dijo: ¿porqué no trae más artículos de Casandra?

“Por varios motivos: No soy Periodista. No puedo escribir todos los días, por mera rutina, sino solo cuando creo que tengo algo que decir. Y cuando escribo algo, nadie me hace caso”

¡”Qué idiotez!” fue la respuesta fulminante. “Primero: aquí no hay periodistas. Segundo: no le pido que le diga nada, sino que escriba algo para rellenar los huecos del diario. Tercero: no se preocupe porque no le hagan caso. Aquí nadie hace caso a nadie. A mí tampoco. Ni yo a usted. Ni siquiera leo sus artículos.

“¿Entonces?”

“Esto no significa nada. Quién le dijo a usted que hay que escribir para ser leído?” Ante unas manifestaciones tan convincentes, Casandra volvió a escribir.