Hace unos meses en este mismo espacio nos ocupábamos de compartir algunas inquietudes sobre lo que significaba el volver a una suerte de estado social que atrevidamente llamamos “post neo normalidad”, y que podría asimilarse, entre otras cosas, con lo que nos ocasiona el reencontrarnos como sociedad a prudente distancia y sometidos a la “dictablanda” del tapabocas en sitios no reconocibles bajo esas características.
Dentro de esos espacios se cuentan particularmente a los centros educativos que han abierto sus puertas luego de casi dos años a miles de niños y jóvenes que, junto con sus maestros, seguro estoy que afrontaron con la mejor de las intenciones el esfuerzo incompleto de la obligada enseñanza remota. Sin demeritar media gota de sudor de ese esfuerzo seguro igual estoy de no equivocarme si afirmo que todos somos conscientes de que algo, y no poco, quedó faltando. Pasar del pijama al uniforme o del despeluque bajo sábanas a la exposición en el tablero ante unos compañeros y profesores con los que, y no en pocos casos, nunca se había interactuado en el mundo de lo real, no es tarea fácil. Lo abrumante del cambio se evidencia en el aumento en las estadísticas de los estudiantes que están optando por congelar semestres o años lectivos ante lo difícil y abrumante que les está resultando el lidiar con viejos fantasmas como la aceptación del grupo, el sentirse parte de algo, o simplemente ser visibles a pesar de tener apagada la cámara o silenciado el micrófono. El sol real quema y duele.
Y si para un adulto estos dos años han sido de pruebas duras y por momentos insalvables, para niños y jóvenes lo es más en el entendido que muchas de las redes sociales que eclosionaban en estos momentos de su crecimiento y formación tuvieron que adaptarse, no siempre con éxito, a uno o varios escenarios simulados. A la manera del cine o la literatura de ciencia ficción, le aparecieron fallas a la holocubierta por donde la dura y cruda realidad se coló.
Ante todo esto, necesaria la comprensión y la paciencia en casa y en clase. El aula debe volver a ser el lugar feliz y seguro que para muchos educandos era antes de la pandemia. Tan esencial como recuperar el ritmo a nivel educativo lo es el recuperar la confianza. Y si eso implica ajustar expectativas de rendimiento académico, pues que se ajusten. Mejor eso que llenar las estadísticas de desertores por rendimiento. Que no se nos vaya un solo alumno de clase sin sentir que algo nuevo aprendió y que seguro se sintió.
No es fácil. Esta normalidad a todos nos genera un poco de dolor en algún lado, pero peor es no intentarlo.
PD: Oriana Fallaci dijo que “Hay momentos en la vida en que el silencio se convierte en una falta, y el hablar una obligación. Un deber cívico, un desafío moral, un imperativo categórico del que no podemos escapar “. Sirva la frase para recordar con respeto y aprecio al escritor y columnista Jorge Muñoz Cepeda. Su fina pluma se secó muy rápido. Que la tierra le sea leve.
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