Para todos los que tenemos la enorme responsabilidad de guiar el aprendizaje en procesos de educación formal, ya sea en el colegio o la universidad, este año 2020 nos ha resultado particularmente abrumador. A lo complejo y maravillosamente retador de acompañar a jóvenes incisivos e hiperconectados se le sumó en la coyuntura actual el tener que, sobre la marcha, adaptarnos a un modelo que no por conocido resultaba claramente familiar. Las clases remotas y mediadas por tecnologías implican dos grandes tareas: una ligada directamente con la apropiación de conocimientos y competencias, y otra ligada con el ser humano, ese para el que la presencialidad del salón de clases se convierte muchas veces, como se ha dicho en otras ocasiones, en el único lugar seguro del día en medio de condiciones sociales y familiares con todo tipo de matices.

Para uno como profe, y me permito hablar en primera persona, el cambiar los rostros de los alumnos por cuadros negros vacíos, a lo sumo y algunas veces tapados con fotos o iniciales de nombres, resultó difícil de asimilar: No saber si del otro lado hay alguien, no poder hacer contacto visual, no pillarse en las expresiones de los alumnos si el tema o la exposición captó la atención, preguntar a cada rato casi en tono de ruego si tienen alguna pregunta o comentario para poder forzar algún tipo de interacción… Y así, varias angustias más. A la preparación de la puesta en escena que una clase resulta se le debía en ocasiones agregar algo de histrionismo en procura, precisamente, de esa respuesta. No siempre y no para todos funciona igual, por supuesto; pero sin duda pasa, y bastante.

Fundamental para lograr que el esfuerzo valga la pena ha sido la actitud de los estudiantes. No creo tampoco equivocarme si generalizo al afirmar que la enorme mayoría de alumnos entendió y se adaptó a las circunstancias, asumió el rol protagónico que le corresponde en su formación, y le puso buena cara al mal tiempo. Sin embargo, creo que tanto ellos como los profes tenemos claro que nos hace falta algo.

Y eso que hace falta es poder vernos, compartir el mismo espacio para interactuar en el universo de lo real. Nos hace falta nutrirnos en directo unos de otros, leernos los gestos, interpretar los silencios. Con un tapabocas de por medio y a dos metros de distancia, pero allí, sin la cámara, sin rogar porque la energía no se vaya o el internet no se caiga; rescatando para el proceso educativo la posibilidad del intercambio respetuoso y sin intermediarios digitales de maneras de entender la vida.

Ojalá las pruebas piloto del modelo de alternancia educativa que busca el regreso paulatino y seguro a las aulas se desarrollen de buena manera. Ojalá podamos volver a las clases y a disfrutar cada segundo de la magia que rodea el aprender en y de la compañía. Se necesita. Lo necesitamos.

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@alfredosabbagh