Contestar la pregunta que titula esta columna implica, primero, dejar clara la definición de “valor” sobre la que se va a cuantificar el voto. Si la definición la basamos en las cualidades que interpretan ese valor como la reivindicación de una decisión personal basada en la libre comparación de argumentos, el voto vale en la medida en que con el mismo validamos un ejercicio democrático, expresamos el apoyo (o el rechazo) a determinadas maneras de pensar o programas de gobierno, y participamos activamente en lo que como miembros de una sociedad nos corresponde. Más allá de los resultados, el valor del voto está en votar, en ejercer el derecho, en manifestarse dentro de las normas y principios de una democracia libre. Esos mismos principios llaman a respetar los resultados de dicha votación si los mismos responden a la real decisión de la mayoría, auditada por controles rigurosos y defendida por una institucionalidad fuerte y creíble.
Por otro lado, el valor del voto puede asociarse a la cuantificación en dinero de la decisión de por quién votar y el acto de hacerlo. Como en cualquier transacción comercial, al voto se le tasa, se negocia y se paga dependiendo del tipo y alcance del, por llamarlo de alguna manera, “mercado”. Fluctuaciones en el valor habrá por el tipo de elección, y/o el número mínimo de votos necesarios. Como en tantos otros ejercicios comerciales, aquí hay una cadena de mayoristas, intermediarios, representantes, compradores al menudeo y demás especímenes que encarecen la citada transacción. Pocos ponen mucho, algunos ganan algo, y al final los que inicialmente mucho pusieron se quedarán con todo; y con ese todo podrán entonces volver a poner mucho. Y así. En esta definición, los que optaron por la del párrafo anterior no ganan nada.
A esta segunda definición se le podría agregar la “pata” del voto apuntado en planillas repartidas por encima o por debajo de la mesa en distintas entidades públicas y privadas. El puestico, la beca, el contratico, el amigo al que le pidieron en el trabajo que llenara la hojita… Todo eso infiere directamente en el valor de un voto que, verdad de Perogrullo, entendido así le resta valor a la democracia.
Y allá vamos: Como la historia se ha ocupado de mostrar, el voto pagado en dinero o favores se enquistó en la realidad política de la región y el país desde hace mucho tiempo, por más que la hipocresía electorela quiera darse golpes de pecho señalando a cualquier lado menos al espejo. Ese voto cuantificado en billetes morados o firmas planilladas le “cuesta” a la democracia credibilidad, sustento, presencia y validez. Votar así puede que traiga consigo un alivio temporal a un individuo, pero le ocasiona a la sociedad una perpetua dependencia. Vivir engañados bajo la ilusión de una democracia que se vendió. Ese voto mal valorado, mal usado y mal vendido, nos cuesta montones a todos. Montones que no se recuperan, tanto en recursos como en dignidad.