
Más sabe por viejo
Me gusta dar clases porque creo como Borges que “mientras enseño, estoy aprendiendo”.
No quiero dejar de tener la actitud del aprendiz que curucutea la realidad, relee los libros, se cuestiona una y otra vez sobre lo que va descubriendo, pero sobre todo escucha historias, relatos y experiencias de las personas mayores. Sí, me gusta sentarme con los “viejos” a escuchar sus historias –no hay que olvidar que la definición de viejo no pasa únicamente por una etapa cronológica, sino que es todo aquel que es mayor que uno. Mi papá llama “pelás” a unas señoras coetáneas con él, en sus 84 años.
Tal vez mi gusto por escuchar historias y relatos tiene sus raíces en esos momentos sublimes de mi infancia en que mi abuela Cleotilde Igirio, con sus palabras untadas del salitre de la Ciénaga Grande, me llenaba el alma de hipérboles, metáforas, símiles inverosímiles.
Lamento mucho que estas prácticas se hayan perdido. Porque vivimos en una sociedad “neólatra” en la que se adora la juventud y se desprecia a todo aquel que tiene más de 50 años, porque ya es un viejo. Porque las pantallas nos han robado la posibilidad de juntarnos en torno a la palabra para compartir lo que sentimos y vivimos. Porque no hay tiempo, tenemos que producir y hacer dinero, ya que eso –cree la mayoría– es más importante que escuchar los sueños y las frustraciones de los otros, o que dejarnos tocar por sus frases emocionantes que quieren tatuarnos su expresión en el corazón.
Seguro soy un dinosaurio que desde su actitud nostálgica está reclamando lo que ya no tiene lugar, pero es que creo que nos hace falta contarnos historias, escuchar de la boca de los abuelos sus aventuras, dedicarnos tiempo y mirarnos a los ojos con la ternura de los que saben que un día ya no se volverán a ver.
No me niego a la tecnología y a sus bondades, pero creo que no podemos perder la conversación ardiente que calienta el ser y le hace sentir a uno que está siendo amado, ni las risotadas que producen los “embustes” envueltos en imágenes mágicas que nos hacen saltar de alegría, ni el saber que somos importantes para los otros porque detienen sus dinámicas productivas para conversar.
Creo que hacen falta más encuentros de familia, en los que el único objetivo sea escucharse, por el simple placer de saberse presente. Necesitamos padres y madres que entiendan que sus hijos requieren más atención, ternura, diálogo y enganche emocional que celulares, consolas o lujos tecnológicos. Necesitamos también la oportunidad de escuchar a los viejos, que no están pasados de moda, sino que desde la lentitud de sus pasos tienen una visión de la vida que complementa la nuestra. Necesitamos más reuniones de amigos en las que no se hable de los millones que nos ganamos –a veces es puro espantajopismo y nada más–, sino que se converse de lo emocionante que es aventurarse a cumplir sueños quijotescos.
Así como necesitamos conceptos y argumentos bien elaborados, requerimos también más relatos, más anécdotas que nos permitan evidenciar eso que Michael Halliday llama función imaginativa del lenguaje, que es el medio con el cual creamos mundos posibles y trascendemos lo inmediatamente referencial. Necesitamos trascender, ir más allá de lo evidente para encontrar el sentido y no seguir perdidos en el laberinto de lo inmediato que tanto aburre y deprime.
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