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¡Está vivo!

Eso significa que tenemos que vivir en plenitud (Juan 10, 10b), haciendo de la fraternidad el gran rito de alabanza, defendiendo a todo aquel que sea pisoteado por cualquier razón, entendiendo que nada de lo creado se puede absolutizar y dejándonos mover por la fuerza del Espíritu del Resucitado.  

El proyecto de Jesús fracasó en la cruz. Según el evangelio de Marcos todos sus discípulos lo abandonaron (Marcos 14,50) y murió gritando que se sentía abandonado también por su padre (Marcos 15,34). Hay que tener claro que la cruz ponía en jaque no solo la causa de Jesús, sino su persona, pues una cosa se identifica con la otra, dado que en su persona se manifiesta y se realiza el designio salvífico de Dios. Si todo quedó en la cruz, nada se puede decir de él, porque no predicaba unas ideas, sino su persona.

¿Qué hace que los que se dispersaron tristes y decepcionados volvieran a reunirse para continuar y arriesgar su vida anunciando la persona de Jesús? La respuesta es que ellos lo experimentan vivo: “el Padre lo ha Resucitado” (Hechos 2, 31-33). Sí, al que fue fiel hasta el final al Padre Dios, el mismo Padre le es fiel resucitándole y con ello ratificando que la manera de vida de Jesús es cómo se realiza su voluntad.

En ningún texto se dice cómo fue la resurrección, pero sí hay testigos y apariciones. Uno de ellos es Pedro, en el que se da una gran transformación: el que lo niega ante una simple empleada (Marcos 14,66-67), después de experimentarlo vivo y de dialogar con él, tiene el valor de afirmarlo frente a una gran muchedumbre y las autoridades religiosas del momento (Hechos 2, 13-47.4, 7-12).

Me gusta como explicaba las apariciones mi profesor Carlos Bravo. Según él, estas: “Se presentan como una experiencia de tipo existencial que expresa la conciencia de la presencia de alguien que no es de este mundo, pero que se manifiesta, se da a conocer y propicia un diálogo interno. La manifestación es objetiva, en el sentido de que tiene un origen distinto de aquel a quien se hace y la percibe activamente, produciendo en él un fenómeno subjetivo: el conjunto se presenta como una experiencia relacional o experiencia de fe”.

Es una experiencia trascendental, que implica una vivencia y una respuesta personal; por eso es posible que Tomás dude (Juan 20, 25). No se trata de un concepto que se repite, sino de un acontecimiento que experimentamos y nos cambia la vida, imprimiéndole un sentido nuevo. No es un discurso que anima a juzgar a otros, sino una experiencia que exige hacer de la vida de Jesús el modelo de vivir.

No se puede confesar a Jesús resucitado y sostener las mismas actitudes de quienes lo hicieron asesinar (Hechos 2, 32-33): marginar y discriminar al que no es igual, imponer la ley religiosa por encima de la dignidad de las personas, ni hacer de la búsqueda religiosa una losa pesada que nadie pueda cargar, ni mucho menos quitarle a la vida la alegría de saberse amado por Dios. Quien confiesa que Jesús está vivo, se esfuerza por amarse, amar al prójimo y amar a Dios con todas las fuerzas del ser (Mateo 22,37-39) y entiende que no tiene ningún sentido cualquier oración, ni rito, que no descanse sobre la opción de acoger a los otros como hermanos y luchar para que puedan vivir dignamente.

¡Está vivo! eso significa que tenemos que vivir en plenitud (Juan 10, 10b), haciendo de la fraternidad el gran rito de alabanza, defendiendo a todo aquel que sea pisoteado por cualquier razón, entendiendo que nada de lo creado se puede absolutizar y dejándonos mover por la fuerza del Espíritu del Resucitado.  

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