La espiritualidad no se vive fuera de las condiciones concretas en las que se hace la existencia. Ser espiritual no es ausentarse de la realidad cotidiana, sino ser capaz de entender su sentido y saber encontrar el significado y el valor de cada acontecimiento y el de las personas con las que interactuamos. Muchos, desde la influencia antropológica platónica -que llegó al mundo religioso por Plotino-, creen que ser espiritual es castrar y repudiar todo lo que desde nuestra dimensión física nos genera placer. Y es que por mucho tiempo el discurso oficial fue que ser espiritual era vivir en las cavernas alejadas del ruido y los temblores existenciales que la convivencia humana nos genera.
Algunos creen que experimentar la espiritualidad es vivir como los ángeles, disfrutando de tocar la trompeta y volar en torno a los humanos. Por mi parte tengo que decir que mi formación espiritual la he hecho desde la cultura bíblica y las ideas teológicas que en ella se expresan, y realmente no creo en esas visiones negativas de la humanidad y del placer. De hecho, cuando leo los evangelios, veo a Jesús -el maestro espiritual y señor de la vida para nosotros los cristianos- como uno que celebra la existencia en torno a la mesa. No se aparta al desierto a vivir, sino que está en medio de las fiestas (Juan 2, 1-12) y habla de las situaciones más sencillas y humanas (Mateo 15, 17). No lo veo separando a nadie, sino compartiendo con aquellos que eran despreciados por los religiosos de la época (Marcos 1, 40-45; Lucas 7, 36-50). Su espiritualidad era tomarse en serio la vida; vivir cada situación desde su relación con Dios, es decir, desde la trascendencia.
Creo que tenemos que recuperar esa espiritualidad, y eso implica hacer del placer una fuente de sentido de vida; bailar y cantar cada situación de la historia; entender los errores como maestros de vida que nos ayuden a ser mejores; abrirnos a todo y a todos, intentando encontrar manifestaciones sublimes en lo ordinario y bello de la vida; buscar la belleza, la bondad y la verdad como expresiones de eso que llamamos Dios y que le da sentido a la vida. Es por eso que mi libro “Espiritualidad para humanos”, va más allá de los linderos religiosos para incursionar en los espacios de los bípedos con cerebro, con conciencia y corazón. La vida toda tiene que ser fuente de trascendencia, una búsqueda constante de sentido existencial. Allí hago una propuesta para desarrollar nuestras habilidades espirituales y desde ahí ser felices.
No creo en la espiritualidad de quien no sonríe, quien no baila o disfruta la naturaleza y a los otros seres que comparten su existencia en este planeta. Sólo es espiritual el que es capaz de expresar con la misma intensidad su mundo interior como el exterior. El espiritual viaja hacia afuera para conocer al otro y a los otros, y hacia adentro para conocer su propio interior y esencia. Disfrutemos dónde estamos y luchemos porque ese lugar pueda ser cada vez mejor, pero a la vez, disfrutemos quiénes somos y todo lo que podemos hacer. Si la espiritualidad no nos ayuda a ser más felices, es una trampa de la que tenemos que salir rápido para encontrar lo que nos haga crecer y potenciar cada una de nuestras dimensiones de la vida.