Dejarnos engañar por nuestro ego es olvidarnos de que él es un relato que lo único que busca es justificar nuestras peores equivocaciones, defendernos de nuestros miedos y subirnos a falsos pedestales para aplacar nuestra emoción de inferioridad. El ego siempre miente. Si es él quien nos impulsa a relacionarnos, terminaremos haciéndolo desde la prepotencia y la creencia de que debemos sentirnos mejores que todos.
Detrás de toda manifestación del ego hay una expresión de sentirnos amenazados por nuestros propios limites desde la opinión que tenemos de nosotros mismos. Por eso las experiencias espirituales son necesarias, porque nos hacen encontrarnos con nuestra propia realidad. La espiritualidad nos libera de los miedos y complejos de inferioridad frente a lo que somos. Ser espiritual es entender nuestra esencia, con nuestras cualidades, limitaciones, potencialidades y carencias. No somos ni buenos ni malos, simplemente somos seres finitos con mucho por mejorar y mucho que celebrar. Cuando nos conectamos con nuestra esencia descubrimos que no podemos dejarnos determinar por esas opiniones negativas que hemos tomado del mundo exterior. El camino es siempre opinar bien de nosotros para ser cada día mejores.
La espiritualidad también nos recuerda que somos únicos e irrepetibles y que no tenemos que compararnos con nadie. El ser humano espiritual entiende que la felicidad está en la realización de la singularidad y no en que todos tengamos las mismas características. Las practicas espirituales nos tienen que celebrar las diferencias como oportunidades. Amarnos implica no tener miedo de ser diferentes y sabernos relacionar desde la decisión solidaria de ayudar a otros.
Toda experiencia espiritual debe buscar comunión. No uniformidad ni homologación de todo, sino equidad, posibilidades reales de felicidad, y solidaridad como vinculo que garantiza la supervivencia humana. El respeto por el otro y la construcción de mejores contextos de vida es el gran indicador espiritual. Hay que tener cuidado, porque el ego también busca expresarse en las prácticas religiosas. Muchas veces quien va a los espacios religiosos es el ego en cualquiera de las funciones del culto. Él es la fuente de obstrucción más grande en la relación con lo sublime. Mientras más sana sea la espiritualidad, menor será el ego dañino.
Una de las trampas es hacernos creer que los sacrificios y las privaciones nos hacen mejores que los demás o nos permiten ganar la “salvación”. El ego religioso puede enfrentarnos a Dios y hasta hacernos retarlo. La espiritualidad como praxis de amor nos hace estar abiertos desde nuestro “yo” a trabajar con firmeza en ser cada día más felices y vivir a plenitud. Eso lo propongo en mi libro “Espiritualidad para humanos”, con la preocupación de ocasionar preguntas y decisiones que nos ayuden a ser más felices. No busco convencer a nadie de nada, ni quiero hacer proselitismo; quiero proponer caminos de desarrollo de nuestras habilidades espirituales.
Para ser felices tenemos que gozarnos la vida desde lo que somos, teniendo consciente que siempre hay que crecer y mejorar en cada una de nuestras dimensiones. Ahí es donde Jesús de Nazareth en el testimonio teológico que traen los evangelios me fascina, porque lo encuentro como señor de las comidas y las bebidas (Mateo 11, 19), como aquel que sabe encontrar en la cotidianidad a su Padre Dios, aquel que rompe esquemas discriminatorios para encontrar a los humanos necesitados de amor. Lástima que después algunos volvieron a levantar barreras para celebrar el ego y poder despreciar a otros humanos.