
El origen de la tragedia
Entendamos que las ideas que no están untadas de emoción, no mueven a nadie, pero que una emoción sin la luz de la razón, termina yendo al precipicio. Sí, hay que hacer más ejercicios de educación y de crianza que nos permitan a todos entender y a la vez comprender; separar para poder explicar y juntar para poder celebrar; conceptuar para poder consensuar y sentir para tener ganas de vivir con otros.
En “El origen de la tragedia”, Nietzsche desde la mitología griega nos presenta dos maneras de ser y expresarse en el mundo de la vida. Por un lado, la apolínea, caracterizada por la mesurada limitación, el estar libre de la presión de las emociones más salvajes, el sabio sosiego, esto es, el dominio de la forma definida y de la razón. Por el otro, la dionisiaca, caracterizada por la embriaguez de las emociones que generan el olvido de sí y el goce de lo presente tal cual es, el éxtasis de la impresión de las apariencias que lo dejan perplejo.
Nietzsche sabe que estas dos formas de estar del ser, no tienen únicamente una relación antagónica, sino que son también complementarias. Creo que esto último no lo hemos entendido aún hoy y seguimos queriendo construir la vida, ya sea a la manera de Apolo -apartándonos de Dionisio-, y terminamos en una vida aburrida, poco vital, que hastía y se hunde en la depresión; o imitamos a Dionisio, viviendo siempre borrachos de alegría y despreocupados de los compromisos existenciales de la vida, asumiendo que el sentido de esta está en los intensos borbotones de nuestras emociones, que nos hacen vivir en una continua montaña rusa.
No tenemos que ser los seres de las formas definidas absolutamente, ni los delirantes que desde sus impulsos emocionales terminan ahogados en el mar de las pasiones. Tenemos que entender por qué y para qué vivimos, asumir la existencia seriamente, sabiendo cuál es el propósito que nos jalona y no nos deja sucumbir en las dificultades que experimentamos a diario; pero a la vez, tenemos que gozarnos cada instante, saber reír, festejar los pequeños triunfos que tenemos, los que no sabemos si se vuelvan a repetir y que sumados pueden darnos la felicidad que buscamos.
Pensemos con claridad, precisión, relevancia, profundidad y lógica, y a la vez sintamos con libertad, devoción e intensamente. No caigamos en la trampa del paradigma excluyente: no por gozar la vida somos unos irresponsables, ni por ser racionales somos amargados. Podemos ser disciplinados, serios, eficientes y saber hacer de la vida un permanente baile, lleno de expresiones de júbilo.
Esto lo tenemos que enseñar en las aulas y en los hogares. Entendamos que las ideas que no están untadas de emoción, no mueven a nadie, pero que una emoción sin la luz de la razón, termina yendo al precipicio. Sí, hay que hacer más ejercicios de educación y de crianza que nos permitan a todos entender y a la vez comprender; separar para poder explicar y juntar para poder celebrar; conceptuar para poder consensuar y sentir para tener ganas de vivir con otros.
La razón y la emocionalidad están presentes en el acto aprendizaje-enseñanza y exigen métodos pedagógicos más complejos que los actuales -eso lo estamos investigando en la Casa del Maestro y lo haremos en el doctorado de educación que acaban de aprobarnos a la CUC-. Necesitamos más pensadores sin miedo a sentir, y más “gocetas” que entiendan qué y por qué están sintiendo. Me niego a confundir la solemnidad del pensamiento con la tristeza, y las fiestas con las orgías. Me encanta el orden, pero siempre como la anticipación de un nuevo desorden que nos posibilitará más sentido. Por eso amo el dominó, porque allí organizamos las fichas desde la lógica, pero luego al terminar, se vuelven a desordenar para encontrarles, una vez más, otro orden.
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