Nadie es vencedor eterno. Todos los seres humanos experimentamos momentos de derrota, frustración, dolor y constatamos lo vulnerable que somos. No lo podemos negar, porque eso significaría negar también nuestra condición. Tampoco podemos quedarnos atrapados en esos tristes momentos y creer que nacimos para sufrir y padecer. Siempre hay que tomar la decisión de trascender esas situaciones en busca de mejores experiencias, de triunfos, de realización de nuestros sueños. Eso no sucede mágicamente, sino que es fruto de la fuerza de nuestro pensar, sentir, hablar y actuar.

Lo primero para salir de esas situaciones, es tener claro que ninguna derrota, por devastadora que sea, nos quita nuestro valor. Somos valiosos por el hecho de existir. Nada ni nadie nos hará menos valiosos. Por lo tanto, no podemos dejar que ninguna derrota nos haga creer que somos “basura”. Siempre hay que saber que nuestro ser no está puesto en duda por los desaciertos que hayamos tenido.

Lo segundo, es comprender que perder una batalla no significa perder toda la guerra, que muchas veces perdemos en un primer episodio y esa situación nos permite entender de mejor manera nuestras limitaciones, trabajar en ellas y disponernos para conquistar las metas que nos hemos propuesto. Cuando entiendo por qué perdí, soy capaz de trabajar en los puntos débiles y estar en una mejor situación para el futuro. Lo triste es que algunos creen que perdieron por el azar o por alguna intervención metafísica, y no comprenden las decisiones y acciones que los hicieron actuar de manera equivocada y obtener la derrota. No hay que quejarse, sino prepararse para que la situación no vuelva a suceder. No hay que culpar a otros, sino entender que somos responsables de nuestras vidas y acciones. No hay que declararse derrotado, porque la vida sigue, y siempre habrá un nuevo asalto que no podremos soslayar.

Lo tercero es tener claro cuál es nuestro objetivo, tenerlo explícito en la mente y en el corazón, para que sea una invitación constante a seguir dando lo mejor, dejando que nos jalone para no desfallecer. Me gusta la imagen del pueblo bíblico atravesando el desierto camino a la Tierra Prometida, porque transparenta la importancia de saber hacia dónde se va y qué beneficios se van a obtener. Esa es la mejor motivación para seguir adelante a pesar de perderse en el desierto y de soportar hambre o sed en esas estériles tierras. No estamos perdidos si tenemos claro para dónde vamos, aunque se nos extravíe el camino.

El problema no es perder o padecer una frustración, lo que realmente nos hace daño es graduarnos de “víctimas eternas” y suponer que no hay otra salida, sino adorar el dolor. Estoy convencido que somos seres capacitados para lograr nuestros sueños y que las experiencias de derrota no son más que lecciones que nos preparan para seguir. Levantarse después de la caída para continuar es una obligación existencial, no un lujo. Nos acostumbramos a que nos den palmaditas condescendientes en la espalda y nos hagan creer que somos unos “pobrecitos” que merecen lástima y regalos que caigan del cielo, cuando realmente somos guerreros de la vida que necesitamos asumir nuestra condición para trabajar duro en función de lo que queremos tener; sabiendo que del cielo solo cae agua u otra cosa si pasa una paloma. Somos guerreros, y la derrota no nos tiene. Ánimo.