No era mi amigo, pero tenía toda la confianza y la cercanía para abrirle el corazón y dejar que los sonidos nasales de sus palabras me hicieran sentir seguro, retado o invitado a enfrenar desde mi soledad ontológica, la encrucijada de la vida.
No era mi maestro, pero le aprendí lo fundamental de la vida: a ser valiente, a saber negociar, a comprender que los relatos tienen una fuerza ciclónica que transforma la realidad, a amar en libertad y a entender que la vida es una jornada festiva, en la que hay que disfrutar sin dañar a nadie, sabiendo que es siempre corta y que se acaba aunque no queramos. Le aprendí a amar al Unión Magdalena, a jugar dominó y a escuchar música los domingos para así exorcizar cualquier tristeza que quisiera perdurar en el corazón y no dejarme comenzar la semana con felicidad.
No era mi director espiritual, pero sí me ayudó a encontrarle sentido a la vida con sus apreciaciones y sus raras visiones de la existencia. No tengo hijos, ni los tendré, es una decisión de vida, pero con mi papá aprendí que lo más importante en la paternidad, no es donar un poco de esperma para que la vida de un ser se constituya, sino el estar a su lado, escuchar, hablar, disciplinar, animar, inspirar, pelear, levantar del suelo, curar y siempre permanecer allí. Necesitamos redescubrir la paternidad que a veces queda enclaustrada en lo genético, cuando su real esencia está en los días que se comparten y se juntan en una hilera finita que llamamos vida.
De mi padre recibí muchos obsequios, pero el mejor de todos fue su compañía y su ejemplo. Discutimos muchas veces, su temperamento era fuerte, tal vez como el mío, pero siempre había puentes que nos volvían a juntar con todas las lecciones que el debate nos había dejado. No se trataba de convencernos, porque algunas veces la terquedad y la firmeza se camuflan para parecerse.
No entiendo mucho cómo voy a poder vivir sabiendo que no está. Apenas comienzo a sentir su ausencia y ya es un abismo que me quiere devorar. Me pude despedir de él: le di gracias por todo lo que había hecho de mí y por mí, le pedí que me siguiera respaldando como hasta ahora, que aunque no lo supiera, eso era lo que me hacía más fuerte, y le aseguré que cuidaría a su esposa, mi madre, ya que esa había sido una de sus tareas existenciales más definitivas.
En esos intentos que uno tiene de darle sentido a lo frío de la vida, me quedé con la impresión que estuvo en el último brindis que hicimos en su honor y que después sí marchó, no sé para dónde, yo solo espero, en la fe, volverlo a ver algún día. Tengo amigos que todavía llorar a sus papás: Oswald de Andreís y Henry de la Espriella, y ahora entiendo por qué. Es que definitivamente la muerte es absoluta y devastadora. Ahora solo queda vivir en felicidad, porque al fin y al cabo, ese es el mejor homenaje que le podemos hacer a nuestros muertos: ser felices.