Las cosas existen cuando las nombramos. Ese es el poder de las palabras: crearnos escenarios para realizar la existencia, sanarnos o ahondarnos las heridas más profundas del alma, trazarnos puentes con los otros o agrandar los abismos que nos separan.

Las palabras lo son todo, tal como dice Karen Armstrong “Solo conocemos representaciones de la realidad, no la realidad en sí misma. Afrontamos el mundo tal como se presenta ante nosotros, no como es intrínsecamente” y si las representaciones de las que habla Armstrong no son más que las construcciones que hacemos con nuestras palabras, entonces es una de múltiples versiones, más nunca la definitiva, la que es.

En tal caso, el cuidado de las palabras se nos vuelve prioritario, esas expresiones con las que nombramos el mundo y con la que nos relacionamos. No se trata de eufemismos o de escondernos tras dulzonas expresiones para tratar de travestir las situaciones, las cosas hay llamarlas por su nombre dimensionando el impacto que tienen en el universo que creamos al proferirlas.

No pretendamos un mundo de luz si todas las palabras que pronunciamos lo oscurecen y acaban con cualquier atisbo de esperanza, ni que la relación con los otros mejore si nuestra interacción está marcada por vocablos que sólo describen lo peor de ellos y no dejan espacio a ninguna bondad.

¿Somos conscientes del daño que pueden causar nuestras expresiones a los otros? Leo y escucho insultos, descalificaciones y acusaciones que se dicen muy rápidamente sin detenernos a constatar que son como auténticas bombas que estallan volviendo añicos al otro. Aún más, creo que algunos han creído que entre más fuertes sean sus insultos o más elaborados sean sus descalificaciones son más inteligentes; Incluso alguno sienten que los insultos los hace formar parte “de los buenos”, mostrando el vacío interior que tienen y tratan de llenar con el dolor que le causan a los otros; como si valiera la pena seguir viviendo después de haber destruido a todos los que nos enriquecen con la diferencia, como si vivir entre los “idénticos” no fuera aburrido.

Te puedo decir mi verdad sin insultarte, sin querer pisotear tu dignidad y sin pretender que la aceptes simplemente porque la digo yo o así la creo. Puedo señalar tus errores sin desconocer tus otras virtudes.

Estoy seguro que para cambiar la realidad en la que vivimos tenemos que comenzar por cambiar nuestro lenguaje. No podemos cambiar las balas por palabras bombas, ¿Para qué te pavoneas diciendo que no eres violento cuando tus palabras destilan el veneno que busca acabar con la vida de todo aquel que no quepa en tu “nosotros”?. Cuidar las palabras es cuidarnos a nosotros mismos porque para que esas expresiones salgan disparadas por nuestra boca antes tienen que ser conceptos, emociones que están dentro de nosotros destruyéndonos. Cuidar las palabras es ser más empáticos y entender que el dolor del otro se parece al nuestro. Necesitamos más palabras-caricias esas que restauran y dan nuevas oportunidades, esas que fortalecen la autoestima y permite que las personas se realicen. Te aseguro que tendríamos una mejor relación familiar, laboral, y aún, hasta social si somos capaces de dejar que las palabras viajen empapadas de ternura hacia el otro, aún para poder señalar lo que nos parece problemático. Mi invitación hoy es que cuidemos las palabras.