En estos días me preocupa más la música que la literatura. Hay un viejo vallenato pesimista que dice “Compadre, no me diga feliz año / si acabo de pasar un año malo / y siento que viene otro peor”. Por fortuna, El Gran Combo de Puerto Rico, que acaba de perder a su legendario director, el maestro Rafael Ithier, y a uno de sus cantantes emblemáticos, Papo Rosario, nos invita a afrontar esta época con humor y optimismo: “Si el año pasado tuvimos problemas / Quizás este año tengamos más / pero no se apuren que la Navidad / a la vuelta de la esquina está”.

El 23 de diciembre de 1980, Gabriel García Márquez publica en El País, de Madrid, el artículo Estas Navidades siniestras. Para Gabo, lo siniestro se debe a un rosario de hechos desafortunados: que nadie se acuerde ya de Dios en Navidad, que el cumpleaños de un niño que nació hace más de dos mil años en una caballeriza se haya convertido en la ocasión solemne de la gente que no se quiere. Alegría por decreto, cariño por lástima, apoteosis del consumismo, parranda pervertida que no pocas veces termina a tiros. Todo eso, en torno a la fiesta más espantosa del año. Una noche infernal en que los niños no pueden dormir con la casa llena de borrachos que se equivocan de puerta buscando dónde desaguar, o persiguiendo a la esposa de otro que acaso tuvo la buena suerte de quedarse dormido en la sala.

Aunque coincido con Gabo en muchos aspectos, debo decir que tengo una visión menos sombría. Pese a este año siniestro, volveré a celebrar la Navidad como una íntima ofrenda a la infancia, confesé aquí hace algunos años.

Aquella confesión fue leída por una investigadora francesa, que me escribió para decir que compartía mi sensación. Supe enseguida que reservaría sus palabras para la columna de este año: «Creo que más que todo la Navidad son los recuerdos de nuestra niñez —me dijo—, la mía fue una niñez del campo, en un pequeño rincón del Suroeste francés donde se sigue celebrando el solsticio de invierno, pero el 24, al anochecer, con una fogata gigante que cada familia hace arder en un terreno donde luego sembrarán cultivos. Se llama el fuego de la alegría y cantamos viejas canciones y hechizos en occitano para alejar la mala suerte y atraer la opulencia. Todas las colinas van prendiéndose, iluminando la noche más larga del hemisferio norte y llamando la luz para que vuelva. Es una conexión con la tierra, con lo universal, lo eterno, la esperanza de que podamos ver la luz otra vez y sus frutos también. Me encanta esta celebración pagana, que es antiquísima, de antes del cristianismo, y que a mí me recuerda sobre todo que Navidad es la cristianización de esta fiesta del solsticio de invierno, la celebración del regreso de la luz. Es lo que me sigue fascinando en Navidad: las luces por todas partes, el pino, que anuncia la primavera con sus espigas verdes, con sus luces y las bolas que representan las frutas que van a renacer. El resto: todo el folclor religioso y comercial (que al fin y al cabo es un poco lo mismo), nunca me ha llamado la atención.»

“Navidad que vuelve / tradición del año / unos van alegres / y otros van llorando”.