Recientes fenómenos de nuestro acontecer político demuestran la manera en que lo que llamamos “instituciones” se basan en ficciones que todos asumimos como realidades. Una de ellas es la existencia de un constituyente primario en la clásica concepción de participación directa de toda la población, algo que en los tiempos modernos es una utopía. El ejemplo más citado es el proceso de expedición de la Constitución del 91. En las dos ocasiones en que el “pueblo” votó por la convocatoria de una asamblea constitucional, no participó más del 50 por ciento del censo electoral. Y, el 9 de noviembre de 1990, cuando se eligieron los integrantes del cuerpo constituyente la participación fue apenas del 30 por ciento. El 70 por ciento no concurrió, como se decía antes, a la “cita democrática”.
Lo mismo ocurre con la existencia formal de la separación de poderes ya que desde hace varios años -no solamente en este gobierno- el Congreso por la vía del clientelismo no es un verdadero contrapeso para el inmenso poder presidencial. Basta mirar cómo partidos que se han declarado independientes o incluso en oposición, tienen puestos en el ejecutivo. Existen sí jefes desobedecidos por los parlamentarios seducidos por puestos y contratos.
No es un hecho nuevo: fue dramático ver cómo, en parte por fenómenos parecidos a este, se fue desgranando la mazorca liberal.
En 1998, el partido liberal perdió la presidencia con Horacio Serpa pero conservó las mayorías en el Senado. Sin embargo, ese 20 de julio de 1998, esas mayorías se esfumaron por puestos para los llamados liberales de la gran Alianza para el Cambio y terminaron eligiendo a Fabio Valencia como presidente del Senado. Esos liberales “lentejos”, terminaron haciendo parte del gobierno. El cuadro se completó con la elección de Álvaro Uribe, gran fenómeno electoral en primera vuelta en el 2002 cuando apenas contaba con algunos congresistas en el gobierno. Pronto muchos liberales serpistas dieron la vuelta y el presidente Uribe no tuvo problemas de oposición.
Ya no hay verdaderos debates de control político que tumbaban ministros y sacudían la política. Ahora tenemos el remedo de la “moción de censura” con la cual no cae nadie. Casi todos los ministros sometidos a ella salen “atornillados”.
La más significativa de esas ficciones es la de hablar de partidos políticos cuando en verdad lo que hoy existe son unas entelequias jurídicas sin fundamentos ideológicos o programáticos. Hay situaciones irónicas: ¿Quién recuerda que el partido de la “U” se creó en homenaje al apellido del presidente Uribe y que uno de sus fundadores fue Juan Manuel Santos? O, ¿cómo entender que un curtido funcionario del Estado, como el ex ministro Pinzón, aspirante legitimo a la Jefatura de Estado, sea avalado por el partido Oxígeno fundado hace varios años por la combativa Ingrid Betancourt, como contestataria contra los partidos tradicionales? Parece que ya no es “Verde” sino solo “Oxigeno”, tal vez porque comportamientos “non santos” de militantes de los Verdes, podrían asociarlo con el verde esmeralda.
Y ni qué decir de las normas sobre prohibición de la participación en política. Todos los funcionarios públicos pueden hacer política si por tal se entiende impulsar o defender obras del gobierno. Lo que no se puede es direccionar el voto popular por contratos, puestos o prebendas. Sería más real levantar esa prohibición y castigar solamente las conductas delincuenciales como cohecho o constreñimiento al elector. Pero preferimos la ficción.
Corolario de esta es la mal llamada “ley de garantías” en virtud de la cual se prohíbe la contratación estatal unos meses antes de las elecciones. Hay que recordar que se expidió como contrapartida cuando se aprobó por el Congreso la reelección inmediata de Álvaro Uribe. Se mostró como una prueba de transparencia. La realidad la vimos hace unos días cuando precisamente la víspera de comenzar la prohibición -absurda a mi juicio- se firmaron contratos a dedo, sobre todo de prestación de servicios, para tener, ahí sí, agentes electorales por más de seis billones de pesos, con lo cual se confirma que esa ley solo sirve para dar una falsa apariencia de imparcialidad electoral.
Que pensarán sobre estas ficciones los más de cien candidatos, algunos por el engañoso sistema de firmas, que aspiran a conducir la nave del Estado. ¿No será mejor pasar de las ficciones a las realidades?
@gomezmendeza








