En tiempos electorales suele decirse que los jóvenes deciden el futuro, un lema al que acude más de un político oportunista para ganarse alguna simpatía. Sin embargo, todos fuimos jóvenes, y tras el paso del tiempo, puede que la mayoría de nosotros tengamos la sensación de no haber decidido con tanto acierto durante aquellas edades. Una sensación comprensible, puesto que, en esos momentos iniciales de la vida, la capacidad de análisis y toma de decisiones apenas se están formando y hay una enorme proclividad al error.
La política contemporánea —ya muy dependiente de las redes sociales, videos breves y estímulos instantáneos— prefiere respuestas simples a problemas complejos. En ese contexto, la tentación de reemplazar la reflexión por el impulso se vuelve apremiante. Los jóvenes, por su forma de vivir el mundo digital, están más expuestos a ese torbellino, y aunque no son los únicos (buena parte de la ciudadanía se informa, opina y decide bajo las mismas presiones de inmediatez y volumen), en principio si son los más vulnerables.
Por eso, es importante fomentar desde temprano el pensamiento crítico: un proceso mental disciplinado y consciente mediante el cual es posible analizar, interpretar y evaluar información —ya sea a partir de datos, textos o experiencias— con el fin de formar un juicio y tomar decisiones responsables. Eso no significa desconfiar de todo ni adoptar un escepticismo estéril o contestatario. Implica, entre otras cosas, distinguir hechos de opiniones, argumentos de consignas y datos de ocurrencias.
Aquí las universidades desempeñan un papel decisivo. A veces se cree que su función se limita a la transmisión de conocimientos técnicos o a servir como una plataforma predictora de salarios, cuando quizá su misión más importante siempre ha sido otra: invitar a los jóvenes a pensar por cuenta propia. Un campus que valora la discusión informada, el desacuerdo respetuoso y la argumentación sólida está aportando significativamente, sin proclamarlo, al fortalecimiento de la democracia.
En Colombia nos inquietan los problemas estructurales de nuestro sistema político, pero pasamos por alto un aspecto elemental: la calidad del sistema depende de la calidad del debate público, y este, a su vez, de las capacidades con las que contamos para participar en esa discusión. Si queremos ciudadanos menos vulnerables a la propaganda, necesitamos fortalecer la capacidad colectiva de poner a prueba lo que se nos muestra y lo que se nos promete. Al final, la solidez de la democracia depende de la sanidad mental de quienes la sostienen.
moreno.slagter@yahoo.com








