Me gustó mucho un escrito reciente de Martín Caparrós en el que explica, con evidente decepción, cómo el resultado de las elecciones legislativas en Argentina lo hizo cuestionarse seriamente qué significa ser argentino y en qué consisten los ideales comunes que sustentan su país. Interesante punto de vista que me recordó algunas dudas atávicas que encuentro cada vez más pertinentes y que, de cierta forma, conectan con una columna que publiqué hace dos semanas sobre las alarmantes grietas que empieza a mostrar el sistema democrático.
Lo cierto es que hace rato, en las cavilaciones propias de la madurez, me vengo preguntando por la pertinencia de las ideas patrióticas y del farragoso patriotismo. No porque niegue el valor de los vínculos con el lugar donde uno nace o crece —más local y menos nacional—, sino porque sospecho que la palabra «patria» está ya desgastada y desfasada, desconectada de la realidad. Se la invoca como si designara un hecho natural, cuando finalmente es un acuerdo imaginario y, muchas veces, impuesto: una invención humana tan falible como cualquier otra.
Las patrias no nacen solas, las levantan los discursos, los himnos, las armas y los símbolos. No es raro que, en su nombre, se pida obediencia o se niegue la voz a quienes no encajan en la idea dominante de lo que «somos». Me pregunto, por ejemplo, qué tienen en común un indígena del Cauca y un barranquillero, o un llanero y un wayuu. Aparte de una azarosa nacionalidad administrativa, supuestamente comparten principios, instituciones y, en teoría, una aceptación de ciertas reglas; pero su cultura, su historia y su experiencia vital presentan diferencias importantes. Quizás la patria, en su sentido más abstracto, apenas sirva para disfrazar esas distancias.
Y, sin embargo, abundan quienes, desde la violencia, el egoísmo, la corrupción, los ideales (los suyos), o simplemente por ineptitud, rompen esas reglas básicas que una bandera pretende representar. Se apartan del frágil pacto que intenta brindar algún sentido de comunidad y despedazan la posibilidad de convivir, mientras se arropan precisamente con la misma bandera que cubre a los demás.
Tal vez haya llegado el momento de olvidarse del concepto de «patria», con sus leyendas y tristezas, victorias y sangre, y buscar una idea que resulte más modesta y menos exaltada. Olvidémonos de la épica. La lealtad que necesitamos no es hacia una bandera ni hacia la historia, sino hacia esos principios que nos facilitan la vida en común. Parafraseando a Savater, renegar de patrias y naciones es devolver a los individuos la capacidad de ser distintos y nuevos, de ser libres y de pensar por sí mismos.
moreno.slagter@yahoo.com








