Aunque es respetable el punto de vista de quienes consideran que celebrar Halloween es «rendirle culto al demonio», satanizar esta festividad cuyos orígenes se ubican varios siglos atrás del nuestro es perder la oportunidad de divertirse. Buscarle lo negativo a esta celebración en que niños y adultos se visten con trajes que los sacan de sus rutinas resulta anticultural, si se piensa que el también llamado Día de Brujas implica, como toda cultura, una mirada útil para comprender la cosmogonía del universo y las fascinantes formas de expresión y representación que los humanos podemos hacer de la vida y de la muerte.
Halloween es lo que es: una celebración cuyo propósito es el mismo de toda celebración, propiciar el disfrute. No creo que se trate de una fiesta malsana. Tal vez lo que sí resulta malsano es que nos pongamos trascendentales al decir, por ejemplo, que al celebrar este evento que tomó su nombre de la contracción de All Hallows Eve (traducido al español como ‘víspera de Todos los Santos’) se glorifica a seres de las tinieblas, o a todo lo que “exista” en ese inframundo, de por sí, desconocido.
En Halloween he sido payasa, mariposa, indígena, mujer maravilla, pirata y hasta bruja. Y ninguno de esos disfraces ha significado mi desgracia. Como tampoco ello le ha desgraciado la vida a nadie a mi alrededor. Simplemente, porque los disfraces son eso: disfraces. Más allá de ser una festividad que invita a la gente a adoptar por un día o por un rato una identidad distinta a la propia, Halloween es una oportunidad para que juguemos mientras caracterizamos personajes del mundo real y ficticio. Una oportunidad para salirnos del molde habitual y reafirmar nuestra realidad ante la paradoja de “ser” algo distinto a lo que somos.
Es muy cierto que la industria del entretenimiento anglosajona ha hecho crecer esta celebración que mueve el comercio e incrementa el gasto durante esta temporada en casi todos los rincones del mundo. Pero desde hace mucho tiempo Halloween dejó de ser una cultura ajena a la nuestra. Hace décadas que esta fiesta se arraigó en nuestro calendario y es vivida y disfrutada por millones de personas en múltiples latitudes del mundo. Por ello —entre tantas otras razones asociadas con el derecho al entretenimiento—, satanizar Halloween es lo mismo que ver el mundo desde una rendija ínfimamente angosta.
Para conocer el cielo o el infierno no hay que esperar la muerte. Paradójicamente, es estando vivos que podemos experimentar lo que es la luz o la oscuridad. Porque en el día a día, como escribió Shakespeare: «Uno ve más demonios que los que el vasto infierno pueda tener».
Sumario sugerido
En Halloween he sido payasa, mariposa, indígena, mujer maravilla, pirata y hasta bruja. Y ninguno de esos disfraces ha significado mi desgracia. Como tampoco ello le ha desgraciado la vida a nadie a mi alrededor.








