Hace casi 80 años, Winston Churchill definió irónicamente la democracia como la peor forma de gobierno, salvo por todas las demás que se han ensayado. La sentencia subraya que siempre han existido fallas inherentes a su funcionamiento, una afirmación que hoy tiene más validez que nunca.
Puede afirmarse que en una campaña electoral —el fundamento del ejercicio democrático— cada candidato o partido hace el mayor esfuerzo por venderse. En el proyecto participan varios consultores, un jefe de prensa, un responsable de marketing y publicidad, y un jefe de campaña, con una estructura muy parecida a la que se encarga de una campaña publicitaria. Con ese equipo se establecen las estrategias necesarias para cumplir con el objetivo fundamental, que la gente «compre» al candidato en un ejercicio de convencimiento masivo. Eso ha sucedido desde hace milenios, aunque con un alcance y un nivel de organización muy distintos.
Sin embargo, en estos tiempos, hay varias razones para plantearse serias inquietudes sobre los procedimientos electorales.
Desde la neurociencia, cada vez entendemos mejor el funcionamiento de nuestro cerebro y el proceso de toma de decisiones. Autores como Daniel Kahneman y Amos Tversky han sido muy claros al exponerlo, y quizá por eso el estudio de los sesgos cognitivos ya forma parte del arsenal imprescindible de una campaña política. ¿Recuerdan el empeño por que la gente saliera a votar berraca? Pues eso: sabemos que las emociones del votante se imponen.
Si a lo anterior le sumamos la devastadora influencia de las redes sociales y, últimamente, el avasallador avance de los agentes de inteligencia artificial, es válido plantearse que estamos cerca de un escenario en el que una campaña política se limite a un juego de estrategia psicológica con una escala sin precedentes. Más que una disputa de ideas y propuestas, el asunto puede convertirse en una pelea entre centros de datos, en la que aquel que pueda financiar el servidor más potente, será el vencedor. ¿Recuerdan el caso de Cambridge Analytica?
Entonces, puede ser un buen momento para revisar los métodos. Para empezar, los topes de gastos de las campañas deben tomarse en serio y reducirse a lo mínimo. También puede valer la pena limitar el acceso de los candidatos a las redes sociales y similares, utilizando solo canales institucionales. En alguna parte hay que trazar la línea, que está muy difusa y con borrones. La duda es razonable: ¿las decisiones electorales se están tomando en un entorno de deliberación pública informada o en uno de manipulación avanzada? En la respuesta a esa pregunta puede estar la clave de nuestro futuro.
moreno.slagter@yahoo.com