En momentos de frustración gubernamental, muchos países han caído en la tentación de “refundarse.” Chile lo intentó. Creyó que una nueva Constitución resolvería desigualdades históricas, conflictos sociales y desconfianza institucional. Seis años después, el resultado es una economía estancada, una política fragmentada, y una sociedad aún más polarizada. Esta misma promesa es la del Pacto Histórico cuyos candidatos quieren violentar el consenso del 91 para imponer una constituyente que, aunque suene anacrónico, tiene simpatías comunistas. La odisea constitucional de Chile destruyó la economía y la de Venezuela disminuyó la democracia, es un grave error pensar que la Petrista va a ser un paraíso.
El proceso chileno comenzó en 2019, tras un estallido social que combinó legítimo malestar con una peligrosa desinstitucionalización. En nombre de un nuevo pacto social se convocó una Convención Constituyente sin límites claros, con el 80 % de los miembros sin experiencia pública. El entusiasmo inicial fue reemplazado por el caos deliberativo: maximalismos identitarios, tensiones territoriales y un texto imposible de aplicar. El resultado fue contundente: un 62 % de los chilenos lo rechazó en las urnas. La segunda versión, más moderada, también fue rechazada.
El costo económico fue enorme. Entre 2019 y 2024, Chile perdió casi diez puntos del PIB en inversión. El riesgo país se duplicó, el peso se depreció más del 25 % y las tasas de interés soberanas superaron el 5 %. El país que por décadas fue modelo de estabilidad terminó atrapado en una incertidumbre constitucional sin fin. La promesa de un nuevo comienzo terminó postergando decisiones urgentes sobre productividad, educación o pensiones. Hoy, Chile crece apenas 0,2 % y sigue sin nueva carta magna.
Cambiar la Constitución no resuelve desigualdad ni corrupción. Lo que sí puede destruir es la confianza. Un proceso constituyente en un ambiente polarizado abriría una caja de Pandora: se pondrían en juego la propiedad privada, la descentralización, la tutela, el rol del sector privado en la economía, pero mas grave aun los contrapesos al ejecutivo. La Constitución del 91, basada en derechos, podría ser reemplazada por una visión autoritaria del régimen actual. Hasta ahora cada vez que los instrumentos de equilibrios constitucionales ejercen, el gobierno Petro amenaza en acabarlos.
Además, la economía colombiana no tiene el margen de maniobra que Chile tenía en 2019. Nuestra deuda pública supera el 56 % del PIB, el peso es más volátil y la confianza empresarial se encuentra en mínimos históricos. Un proceso constituyente prolongado sería el golpe final a la inversión y a la credibilidad fiscal. Teniendo en cuenta la falta de inversión durante la pandemia y los cuatro años de este gobierno, una constituyente petrista podría significar una década perdida para la inversión en el país.
Los países no se refundan cada vez que un gobierno no logra consenso. Se reforman con paciencia, instituciones y acuerdos, no con borradores épicos escritos desde la indignación. Colombia no debería cometer el mismo error. Imponer una visión sectaria de izquierda con tintes comunistas alejaría al otro país. Es una estrategia electoral que sale cara en lo material. El desarrollo se logra con hechos no solo con discursos.